alsino

Alsino – Pedro Prado

A mediados de 1920 aparece en Chile una de las novelas que habrían de cambiar el destino de la literatura nacional: Alsino, de Pedro Prado. Líder de la nueva generación de escritores, que buscaban por todos los medios poner fin a la tradición estética decimonónica, se había destacado, principalmente, como poeta. Sin embargo, la publicación de Alsino va a  posicionarlo como uno de los mejores novelistas latinoamericanos, en la medida en que el hondo lirismo de la novela habría de diferenciarla claramente de toda la tradición de nuestra narrativa moderna y del intenso fervor realista del naturalismo y criollismo de los años 20.

El origen de la novela se remonta a las pequeñas historias que el autor le contaba a sus hijos durante las tardes en su vieja casa de Mapocho. Ante el asombro de uno de ellos al presenciar a un niño pobre que cargaba en sus espaldas una joroba prominente, Pedro Prado ideó las aventuras del curcunchito. Aquello que en los demás hombres despertaba consternación, en Prado supuso el nacimiento de un mito, el del niño que sin importar las dificultades, haciendo oídos sordos a las advertencias del sentido común, se dispuso transgredir las limitaciones propias del ser humano y materializar su destino secreto: volar.

La tragedia del límite, sindicada por Prado como la base esencial de su poética, permite interpretar el destino de Alsino como la incursión en las áreas inexploradas de la experiencia humana. En una entrevista concedida por Prado en Colombia, mientras ejercía como ministro plenipotenciario de Chile, la definió con claridad: “Yo, desde el primer momento en que principié a escribir sentí el ansia de las cosas raras. Quise hacer una obra humana, pero por encima de todo lo vulgar. Educado a solas con mi espíritu, inicié la realización de una obra que estuviese de acuerdo con mi temperamento perseguidor de emociones desconocidas. Examiné el panorama de la literatura, y resolví traspasar el límite dentro del cual se movía todo y se movían todos. ¿Usted sabe cuál es la tragedia del límite? El deseo de ir más allá, de llegar un poco más adelante del lugar visitado por otros. Bucear por los fondos vírgenes. Otear los horizontes no conquistados. Hacer cosas humanas sobre planos esotéricos. Y conquistar una vida intelectual nueva, dentro del culto de la estética”.

Y en esto se parecen mucho Pedro Prado y Alsino. Ambos se constituyen en exploradores estéticos, buscando a través del arte la superación del hombre y su circunstancia. Alsino es un niño que habita junto a su hermano Poli y su abuela en un sector rural cercano al puerto de Llico, en la VII región. Colabora con su abuela en la recolección de hierbas medicinales, lo que le permite conocer en profundidad la naturaleza y su potencialidad curativa. La precariedad y monotonía de su existencia lo impulsan a buscar nuevas experiencias. Y tras intentar infructuosamente ensayar el vuelo desde lo alto de un árbol, recibe un golpe durísimo que lo deja al borde de la muerte. Preso del delirio, Alsino comienza a sentir el llamado de la naturaleza, que lo hace abandonar su choza sin haberse curado del todo y caminar sin rumbo con una joroba cada vez más pronunciada en sus espaldas.

“Ni sé a dónde voy, ni lo que busco; los caminos se ofrecen y ayudan. Antes los veía inmóviles; ahora los veo ir y venir: adivino que desean que siga por ellos”.  Después de largos meses de vagancia, Alsino descubre las alas que lleva en su espalda y puede, por fin, alzar el vuelo. “Sin darse cuenta de sus actos, se encontró con sus grandes alasdesnudas, abiertas y temblorosas. (…) Dio un grito ahogado y terrible; lo estranguló a medias la angustia que le oprimía la garganta, y sus alas enardecidas con un furor de éxtasis o muerte, engancharon en el aire”.

El vuelo extasiado y frenético de Alsino durante la primera mitad de la novela, nos va revelando todo aquello que había estado oculto al ser humano y que él descubre al superar sus límites. La naturaleza es descrita desde una perspectiva inédita, por cuanto Alsino no sólo posee la capacidad de volar, sino también la de comunicarse con el resto de los seres vivos. Y su canto alcanza momentos de extraordinario lirismo: “¡Oh! Abigail, si la voz de cualquiera, entre estas montañas, levanta fácilmente un eco, ¿qué no despertaría mi canto, cuando yo sé las palabras por todas las cosas comprendidas?”

Pero los demás hombres interpretan la plena belleza alcanzada por Alsino en virtud de sus descubrimientos, como una monstruosidad. Sus recorridos por los caseríos rurales van alarmando a los campesinos, quienes se esconden aterrados al verlo. El aislamiento al que se ve sometido y el rechazo prodigado por los hombres lo desconcierta. “¡Miserable de mí! ¡No sólo los demás me tuvieron por un ser extraño a ellos; yo, también así lo sentía. Sólo cuando el amor llegó, supe que era igual a todos”.

Si el contacto con la naturaleza lo fortaleció y dio nuevos bríos a su vida, su relación con los hombres no hizo más que destruirla. Después de sufrir toda clase de vejámenes y de perder la vista por las argucias de una vieja curandera, emprende su último vuelo, el de su redención. La lectura de Alsino supone un viaje mítico por las profundidades del hombre, una exploración de sus anhelos más desatados, de sus sueño más delirantes. Prado no se limita a la descripción de superficies, a la simple caracterización de tipos humanos, sino que penetra en el alma humana en una persecución estética y espiritual. Y todos aquellos elementos que caracterizaron su poesía se dan cita de manera admirable en esta novela: el aliento de vuelo, la superación de climas sofocantes y el llamado del vislumbrado infinito. Después de casi cien años de su publicación, Alsino conserva su vigencia, en la medida en que su potencial expresivo y su poder de evocación de nuevos mundos posibles permanecen intactos.

I. En la noche:

La noche cubre los campos como un agua oscura y sutil. Después de haber penetrado hasta en las últimas concavidades de las dunas, eleva silenciosamente su nivel mil veces por encima de las más altas montañas.

Una niebla delgada, que el viento empuja contra el mar, vela los contornos de las cosas y hace que ellas se compenetren.

La luna, que cae hacia el poniente, brilla pálida tras la niebla. En torno de la luna se ven dos nacarados y enormes círculos concéntricos. Alguien ha tañido esa campana de plata: son dos ondas sonoras que se propagan por los dominios de la noche silenciosa. Alguien ha arrojado la luna, como una moneda de oro, contra las mansas aguas del infinito; su caída ha hecho nacer esos círculos crecientes y gigantescos.

El mar, convertido en una sombra sonora, canta; su voz se mezcla a la niebla que brota de su seno, a la niebla débil que se opone, sin fuerzas, al viento frío y cortante que baja de las nevadas cordilleras.

Por angosto desaguadero un lago pugna por vaciar su tributo en el mar; pero las olas, desde la muerte del invierno, han vencido y ahora elevan y mantienen una constante valla de arena. Las aguas del lago, buscando cumplir con su destino, se filtran calladamente; pero van con tanto despacio, que se espesan y pudren, y las innumerables fosforescencias que vagan en la noche como fuegos fatuos por encima de los pantanos, juegan y danzan sobre ellas como niños alegres y caprichosos. Más allá del desaguadero el lago es puro y transparente. Cerca de los trémulos pajonales, y en un sitio que nadie conoce, los flamencos, sentados a horcajadas en sus altos nidos de barro, empollan y duermen. Los huillines, que en el día pasaron en sus escondidos lechos de hierba, ahora aprovechan la pálida vislumbre de la luna y pescan confiados y pacientes.

Y del mismo modo que las iglesias guardan las melodías de las oraciones y de los cánticos que en ellas se elevaron, la enorme cuenca que forman las colinas que rodean el lago está llena de una dulzura que sólo se atribuye a la placidez del agua que duerme, cuando ella está formada por los últimos ecos de los melancólicos cantos de los pidenes y de todas las aves que, desde incontables atardeceres, aquí se reúnen para elevar sus oraciones cuando aún brillan las últimas horas rosadas y luminosas.

Como nadie las ve, las dunas avanzan con más prisa que la que tienen cuando el sol brilla. Hay una mísera aldea de pescadores y labriegos que las dunas estrechan contra el desaguadero, donde las miasmas se incorporan a las densas nieblas del pantano. Las chozas, construidas con ramas traídas de la montaña, todavía no pierden sus hojas y su fragancia cuando, antes del año, ceden al peso de la arena que se ha ido acumulando contra los débiles tabiques. Entonces es preciso volver a la montaña por otras ramas y construir una nueva y pasajera morada.

Una vez, una vaca que vagaba extraviada en la noche por los arenales llegó a este caserío. Hambrienta y ciega por la oscuridad, bajando por el declive de la duna, dio con la frágil y engañosa techumbre de una choza medio sepultada. Cuando comía con ansia las hojas secas, dentro los habitantes de la choza se santiguaban al no descifrar los ruidos extraños de la techumbre. Y cuando, al avanzar otro paso, cayó con estrépito en medio de la habitación, arrastrando consigo las ramas rotas, sus bramidos de angustia y su gran cabeza armada de enormes astas, que sacudía en su desesperación, hicieron creer a los aterrados moradores en la visita del Señor de los Infiernos.

Esta noche, en cada choza también se oye ruido. Es el chisporroteo fino y constante que hacen los granos de arena al chocar contra las hojas secas y coriáceas. Ni por un segundo el trémolo cesa; ya es casi imperceptible como débil llovizna que se cierne y cae; ya sube de tono más y más hasta semejar ruido de la grasa hirviendo; ya se atenúa y cesa; no se le oye, pero es preciso perder la esperanza de que alguna vez concluya, porque siempre hay un grano de arena que resbala. Hacia el oriente, en la última choza, duermen una anciana y dos niños.

Uno de los niños despierta y abre desmesuradamente los ojos en la oscuridad. El paso de su propia sangre le finge rojas alucinaciones, apagados fulgores que él cree se desprenden de las tinieblas circundantes. El miedo le turba, cierra los párpados con fuerza y esconde su cabeza entre las mantas. El otro niño, tal vez embriagado con el perfume violento de las ramas de boldo que forman la choza tiene un ensueño a la vez sencillo y maravilloso. Sueña que volar es una hazaña que no requiere esfuerzo alguno; sueña que volar es un hecho fácil para todo aquel que deje su peso en tierra. Se asombra de no haber tenido antes tal ocurrencia, una y otra vez, solo con la fuerza de su propia voluntad se desprende suavemente del suelo; poco a poco se eleva, y va y viene, con rapidez, por el aire. Pasa por encima de la choza y de la aldea, pasa por sobre los montes de arena y cruza el lago a gran altura, sonriendo de los arroyos que, a la luz de la luna, vierten en él sus aguas. Desde allí se divisan tan pequeños y brillantes, que solo parecen rastros dejados por los caracoles entre las hierbas.

En esta novela, es posible apreciar el carácter multifacético de Pedro Prado, por cuanto todas las ilustraciones que acompañan el texto, además de las capitulares que inician cada capítulo, son de su autoría. Su condición de poeta, novelista y pintor se entrelazan para constituir una novela que anhela la fusión intregral de las distintas disciplinas artísticas. Discípulo de Pedro Lira y, sobre de todo, de Juan Francisco González, Prado supo ver en la pintura y el dibujo una nueva forma de descubrir el mundo. Absolutamente convencido de la esencial compatibilidad de ambos códigos, el literario y el pictórico, desarrolló a lo largo de su obra un intenso y enriquecedor diálogo.

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