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EL ICONO RUSO: Tramas espirituales de Lo Invisible hecho carne

Los iconos no sólo nos entregan conceptualizaciones culturales, valóricas y espirituales de la riquísima, distante y aún desconocida Rusia; sino que su específico y radical aporte está en que nos regala una expresión religiosa tradicional que se ha mantenido inalterable y vigente; cual es ser un arte sagrado puro, de ignotos autores, que en un acto de oración y veneración del Dios cristiano, crean porque creen. Estas imágenes sacras que suscitan el culto a la Divinidad en hogares y templos, simbolizan la eternidad de los valores espirituales y hacen manifiesto el milagro de la Encarnación del Verbo.

PROLEGÓMENOS AL ICONO ORTODOXO:

¿Por Qué interesarse en escribir y en leer acerca de los Iconos rusos? ¿Por qué se ha puesto de moda nuevamente, al parecer, el Icono? Preguntas, tal vez ociosas o mal intencionadas, pero que pueden tener múltiples respuestas. Una podría ser que vivimos en una sociedad que ha usado y abusado de la imagen, después de la trillada frase publicitara de Kodak donde “una imagen vale más que mil palabras”, otros podrían decir que son obras de arte antiguas y exóticas que poseen un alto valor estético, o tal vez haya quienes insistan en el alto valor tradicional de un arte que pareciera como si estuviese detenido en el tiempo frente al inquieto y dinámico arte occidental, quizás a algunos les despertó la curiosidad la aplaudida exposición Alma de Rusia en sus iconos, de la grandiosa colección del Museo Reserva Estatal Unificado de Moscú en el Centro Cultural de Providencia en el año 2007. Otros más afortunados, habrán tenido ocasión de verlos en sus lugares de origen, Moscú, Pskov o Novgorod.

Lo cierto es que el Icono, no sólo nos presenta el esplendor de lo Bello, sino también el resplandor de la Verdad, sumergiéndonos en la contemplación y en las más profundas reflexiones teológicas. O al menos esa fue la intención originaria que tuvieron esos maestros iconógrafos místicos y toda la riquísima teología de la imagen de la Iglesia Ortodoxa cultivada desde el siglo V. Reducir el icono a mero objeto de arte, significa agotarlo en sí mismo y despojarlo de su función más elemental, cual es ser un vehículo que nos eleva hacia lo trascendente, revelándonos en esa presencia el misterio revelado de la Encarnación y de la Resurrección, síntesis de nuestra comunión con Dios; y en esa comunión, contemplar la belleza del mundo espiritual.

Pero podría preguntar algún escéptico cartesiano: ¿Por qué acontece todo aquello en el Icono? ¿Dónde están los elementos espirituales que animan a esas imágenes y le confieren ese contenido? Pregunta nada fácil de responder y argumentar en las breves líneas de este artículo. Pero aventuremonos a intentar dar una respuesta, al menos satisfactoria, en los trazos siguientes.

ARTE Y CRISTIANISMO: EL ICONO COMO PLENITUD DE ESA ALIANZA:

En principio, podemos decir que se ha convenido en denominar iconos o íconos (del griego εἰκών, eikon: ‘imagen’) a las imágenes, cuadros o representaciones; que serían signos o símbolos que sustituyen al objeto material mediante un significado de orden espiritual, representado por analogía. En la ortodoxia oriental y en otras tradiciones de pintura cristiana, un icono es generalmente un panel plano en el cual aparece pintado un santo o un objeto consagrado (como Jesucristo, la Virgen María, los santos, los ángeles o la cruz cristiana). Los iconos también pueden ser en relieve y estar revestidos en metal (denominados “Oklad” o “Riza”), esculpidos en piedra, bordados, hechos en papel, mosaico, repujado, etc.

Prácticamente desde los inicios mismos del Cristianismo ha existido una intensa relación entre arte y religión, relación de mutua exigencia y reciprocidad, reflejada en plenitud en la Liturgia, que es el conjunto de signos y símbolos con los que la Iglesia le rinde culto a Dios y se santifica, y donde el arte tiene un lugar de primerísima importancia. Por ello también debemos responder la pregunta: ¿Qué relación tienen los contenidos religiosos del cristianismo con la realidad estética, con el mundo de las formas sensibles? Y ¿cómo el icono participa de esa relación?

En primer lugar debemos saber que la técnica del icono, dentro de todo el arte figurativo, probablemente ocupa el lugar más relevante en toda la vida de Rusia. El término icono nos sitúa dentro del arte sagrado tradicional de la espiritualidad de la iglesia católica oriental, comúnmente denominada Iglesia Ortodoxa; y que llegará a ser su expresión más depurada del pensamiento teológico y del sentimiento popular desde los albores del s. XIV, llegando a convertirse, en palabras de Nikodim Pavlovich, “en el símbolo único de la fe”.

LAS TRAVESÍAS DEL ICONO: DE BIZANCIO A RUSIA

También es necesario ver en el icono ruso una solución de absoluta continuidad con el arte desarrollado en Bizancio y el resto del imperio, ya que éste fue la persistencia de lo mejor de la tradición artística bizantina, cuya ingente producción artística comenzó a perder vigor debido al agotador desgaste que supuso la amenaza continua de los persas en un comienzo (s. VI y VII), proseguido de los búlgaros, ávaros y eslavos (s. VII), posteriormente de los árabes (s. VIII al XI) y de los reinos cristianos de Europa occidental (s. XI al XIII)), finalmente de los turcos selyúcidas (s. XI) y otomanos, que hicieron colapsar al otrora vasto y rico imperio en 1453.

Pero donde más duro trance hubo fue durante el largo conflicto iconoclasta que sacudió a la cristiandad entre los años 726 y 843, pues el Imperio bizantino fue desgarrado por las luchas internas entre los iconoclastas, partidarios de la prohibición de las imágenes religiosas, y los iconódulos, contrarios a dicha prohibición, que es un capítulo esencial de la historia del arte cristiano a la hora de entender el desarrollo teológico que tuvo la imagen, desde el pseudo Concilio Iconoclasta de Hiera, cerca de Constantinopla (753), en el que se negaba que las imágenes tuvieran el poder de contener el misterio de la naturaleza de Cristo, humana y divina en forma simultánea (unión hipostática), pasando por alto la anterior condena y excomunión a los iconoclastas, dictado por el papa Gregorio III (731 a 741) y el Concilio de Roma del año 731; hasta el decisivo Concilio II de Nicea (787), donde prácticamente quedan esbozados los criterios pedagógicos y teológicos del uso y contenido de las imágenes sagradas. Sin embargo, creemos que este duro conflicto permitió esclarecer de modo trascendente y definitivo la función y el sentido de la imagen sagrada, de modo que cuando el icono llegó a Rusia, la oposición había sido ya superada.

Es recién, bajo el reinado del Príncipe Vladimir de Kiev en el año 988 cuando el rito Bizantino del Cristianismo se establece como la religión estatal de Rusia, aunque previamente había sucedido una progresiva cristianización desde que la princesa Olga, viuda del príncipe Igor había sido bautizada en Constantinopla hacia el año 955 y desde allí había solicitado llevar sacerdotes griegos a las tierras del “Rus”, donde se comenzó a construir en el corazón de los dominios de Kiev, templos cristianos. También está la creencia de que los dos grandes apóstoles de los países eslavos, los monjes Cirilo y Metodio, que en una labor titánica, evangelizaron las zonas de las actuales Yugoslavia, Checoslovaquia, Bulgaria, Serbia, Croacia y otras, bautizaron a algunos habitantes del “Rus” en la segunda mitad del s. IX.

En este proceso evangelizador debemos considerar que para los rusos, Bizancio era el símbolo del poder, la riqueza y el esplendor imperial, como lo era también para otras naciones cercanas que apenas empezaban a construir su organización estatal, por lo tanto se erigía como una civilización digna de ser imitada. Tal vez algo similar a lo que el zar Pedro el Grande replicaría de Europa occidental mucho más tarde. Por lo tanto, la cultura bizantina penetró profundamente en Rusia a partir del s. X, alcanzando un gran impulso, y con ello, trayendo toda la tradición artística que se cultivaba en Constantinopla, en particular la técnica del icono, que tuvo un desarrollo muy vital y capital en el núcleo del alma rusa. Ya en 1588 se establecería el Patriarcado de Moscú. Lamentablemente, debido al extraordinario dinamismo y hechizo que causó el arte y la cultura occidental a partir del Renacimiento y el Barroco en Rusia, hizo que en esta época, se produjera un enfrentamiento entre la ortodoxia y monjes ucranianos que querían introducir poderosas reformas litúrgicas y doctrinales de pautas europeas. Más tarde, en el s. XVIII, Pedro el Grande al crear el Imperio Ruso, restringió la influencia de la Iglesia Ortodoxa en el mundo secular, aboliendo el patriarcado e instaurando un órgano estatal conocido como el Sínodo Santo. Estas enérgicas políticas del poder temporal hicieron menguar poderosamente la autoridad moral de la Iglesia Rusa durante los siglos XVIII y XIX. Con estas medidas, el sentido de los iconos se oscureció y fueron paulatinamente cayendo en el olvido como forma de arte, incluso no siendo reconocidos siquiera como pintura. Pero sí debemos afirmar que desde el s. XVIII hasta nuestros días perduró y sobrevivió el icono ruso como una artesanía en las aldeas y poblados, denominados kustar.

La llegada del s. XX no mejoró la situación, pues en 1917 se hicieron con el poder los bolcheviques, de fuerte inspiración marxista, que propugnaban, no sólo, una ideología de un hostil materialismo ateo, sino que incluso declaradamente anti teísta, enemiga de toda religión. Después de casi 75 años de una férrea vigilancia del Estado a cualquier rebrote místico, encarnada en severas medidas antirreligiosas tales como el plan quinquenal del Ateísmo, los gulags, supuestas “guerras patrióticas”, las persecuciones bajo Kruschev y medidas legislativas como confiscaciones y desamortizaciones, el increíble pueblo ruso dio prueba y garantía de un poderoso sustrato espiritual que no sólo no declinó, sino que demostró una persistencia y capacidad de renovación de su fe religiosa tan vigorosa, que hoy nos asombra tal radical testimonio de una fe combativa e intacta. 75 años de persecución no pudieron demoler una fe que se había construido a lo largo de casi mil años. Junto con ello, se redescubrió el extraordinario valor artístico y teológico del icono, fiel reflejo y símbolo de la excepcional espiritualidad del pueblo ruso conservada a través de los años.

EL ICONO, VENTANA HACIA EL ABSOLUTO:

Debemos aclarar, antes de seguir, que la tradición rusa sólo denominó icono a las imágenes religiosas en el que se representa a Cristo y los Santos para ser venerados en el culto del templo y de los hogares. La técnica implicaba su realización sobre un soporte de madera que se preparaba especialmente. Sobre esta se colocaba una fina capa de fondo blanco. El dibujo se ejecutaba a carbón y luego se aplicaban témperas, preparadas a base de pigmentos orgánicos y minerales mezclados con yema de huevo. La pintura, muy densa y opaca, se colocaba en diversas capas. Era común terminar el fondo con finas láminas de oro, que simbolizaban un color que no era de este mundo, es decir, reflejo de la divinidad. Una vez terminado el icono, se le aplicaba una capa de aceite de linaza que estabilizaba los colores, asegurando una buena conservación, tan buena, que las podemos disfrutar hoy en día.

Los modelos son considerados fieles a los prototipos, a la realidad histórica, y por lo tanto, inalterables. Para comprender en hondura el verdadero y riquísimo contenido de un icono, debemos conocer sus significados más profundos y entender la articulación de este lenguaje iconográfico, y como ya advertimos, al contemplar un icono, no podemos quedarnos en su mera apreciación estética o dimensión artística, que sin duda es muy valiosa, sino que debemos entenderlos como un alcance del extraordinario dinamismo proyectivo producto de una profunda reflexión teológica y espiritual, donde los iconos tienen su concreción en la vida religiosa, litúrgica e incluso cotidiana de los fieles y de quienes los producen.

Los iconos rusos, podemos afirmar, reproducen la composición bizantina, pero queda asegurada su originalidad por estar desprovisto de expresión y narración, desligado de la vida y de la realidad terrena o sensible. Se sostiene a menudo su carácter aristocrático; su idealismo impasible y “abierto a la contemplación del milagro”, en palabras del autor Nikodim Pavlovich. Todos los elementos de un icono están idealizados: rostros, cuerpos, arquitecturas y paisajes; a fin de hacer visible aquella realidad de orden suprasensible. Este arte sagrado es tal porque actúa de vehículo para la adoración del Dios encarnado, es tal porque un autentico arte sacro responde a un problema de forma, no de tema: su línea y su diseño están asegurados por la tradición, donde la selección y mezcla de colores pertenecen al iconógrafo, de acuerdo a prescripciones especiales, donde el color brillante de sus íconos y la sugerente belleza de sombras son su primordial fortaleza, donde sólo un ojo aguzado podría distinguir las diferentes escuelas y talleres, pero que manteniendo idéntico espíritu, permiten que la honra con la que es venerada la imagen pase al prototipo, según las enseñanzas del apologeta Juan Damasceno (Defensa de los iconos) en el s. VIII.

La tradición oriental nos enseña el valor teológico de la expresión estética de la encarnación divina, poniendo así la imagen al servicio de la economía de Dios, según el Patriarca de Constantinopla, Dimitrios I. Así como el teólogo expresa estas verdades de orden trascendente a través del pensamiento, el iconógrafo, a través de su arte, expresa la Verdad viviente, la revelación que posee la Iglesia en forma de sus tradiciones, en palabras del padre Daniel Rousseau. El Patriarca Dimitrios nos enseña que el icono representa a la persona sagrada, pero no en sus proporciones naturales o meramente en una expresión simbólica que nos transfiere a su semblanza humana, sino que en su dimensión gloriosa y celestial. Para ello el ojo del iconógrafo debe transitar a través de los heterogéneos caminos de la ascesis, penetrando en el sublime “ayuno de los ojos” y tendiendo a armonizar totalmente con la contemplación del componente trascendente tal como es revelado a la Iglesia en la dimensión del espíritu. Por ello, el sentido que tiene pintar un icono, como forma profunda de oración y meditación, debe ser realizado en ayuno y en estado de gracia por parte del iconógrafo, iniciándose y terminando con una oración de alabanza a Dios.

Esto sería lo opuesto a lo que pasa en la tradición occidental, donde percibimos y apreciamos una diferenciación y distancia entre el espíritu y la materia, pues este arte religioso no se diferencia en nada del arte profano. Las formas son las mismas y los sentimientos piadosos y devocionales del artista, cuando los hay, son absolutamente insuficientes para hacerlo sacro. Un arte alcanza esa sacralidad cuando una visión espiritual se encarna en las formas, y cuando éstas proyectan un fiel reflejo de esa visión. El lúcido escritor Michel Quenot nos advierte: “¡Qué contraste con el arte religioso occidental que se queda en la superficie de las cosas y se basa en modelos vivos para reproducir a Cristo y a su Madre!”, degradando la naturaleza divina del Verbo Encarnado y reduciéndola a su pura humanidad. El mundo bizantino logró armonizar estos dos elementos, espíritu y materia, en la inteligencia, cosa que caracterizó la particular dialéctica de la espiritualidad ortodoxa y encontró en el icono su expresión artística más inspirada y perfecta. El apóstol san Pablo formula elocuentemente el soporte cristológico del icono: “Cristo es la imagen visible (eikón) del Dios invisible” (Col. 1, 15).

ESBOZOS Y CRITERIOS PARA ANALIZAR Y MEDITAR UN ICONO:

El prestigioso autor sobre iconos, Paul Evdomikov nos ha dicho que “si el hombre aspira a la Belleza, es porque está de antemano bañado de su luz, porque el hombre desde su propia esencia es sed de la Belleza y de su imagen” y sabemos que sin esta belleza, el mundo se nos vuelve oscuro e ininteligible. Esa es la belleza que busca crear el iconógrafo, que nada tiene que ver con la belleza canónica del tipo realismo naturalista desarrollado tan vehementemente por el arte religioso occidental en los siglos recién pasados. La búsqueda de la belleza y la consecución de la armonía en un icono vienen dados por el resultado de una  larga tradición acompañada de una reflexión, contemplación y manufactura escrupulosa que van estrechamente unidas. La belleza de un icono no descansa en la genialidad intuitiva del autor o en las emociones intensas que quiere manifestar el artista, ni siquiera en su capacidad de abstracción de una realidad cierta, sino que está amparada en el fiel cumplimiento de reglas precisas derivadas de minuciosos estudios que se han ido elaborando, sedimentando y perfeccionando a través de una larga tradición histórica. Nada se deja al azar, cada uno de los elementos se articula en el conjunto con asombrosa precisión.

Representar a Cristo fue una empresa temible y tremenda, de allí la exigencia hacia los iconógrafos para que garantizaran la continuidad y unidad doctrinal más allá de las fronteras del imperio bizantino, a través de un conjunto de guías, procedimientos y restricciones. Esto quedaba asegurado a través de la similitud con el prototipo, desde donde se irradiaba esa profunda belleza que se manifiesta en el icono. Esos prototipos provienen de algunas fuentes que se amparan en las más antiguas tradiciones, denominadas como imágenes “acheiropoietes”, es decir, imágenes no hechas por mano de hombre.

 Entre estas tenemos el Mandylion (palabra griega bizantina no aplicable a otro contexto), conocido también como el Lienzo de Edesa o Imagen de Edesa, que es una reliquia cristiana consistente en una pieza de tela rectangular en que se habría impreso milagrosamente el rostro de Jesús, siendo por tanto el primer icono (imagen) del Cristianismo y que de acuerdo con la tradición, el rey Abgar lo recibió del apóstol Judas Tadeo, hacia el final de la vida de Jesús. Otra fuente es el lienzo de la Verónica, sobre el que queda impresa la Santa Faz, de allí que el nombre con que conocemos a la mujer, la Verónica, sea en realidad una alusión al lienzo; la Vera Icona, esto es, la verdadera imagen del Señor. Una tercera fuente acheiropoietes, es el Santo Sudario o Sábana Santa, que hoy se encuentra en la capilla real de la Catedral de San Juan Bautista de Turín. Para el caso de la Madre de Dios, su origen se puede rastrear a partir del primer icono de Iver, el que se conserva en un monasterio en el Monte Athos, Grecia y que, según la tradición, es una copia del que fue pintado por el apóstol y evangelista Lucas. Un caso latinoamericano de una imagen acheiropoietos sería la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Dado la profunda fidelidad al prototipo, como versión más fidedignadel original, es que el arte del icono se ha mantenido prácticamente inalterable a través del tiempo y del espacio, conociendo sólo una lenta variación a través de los siglos. Ya el VII Concilio Ecuménico de Nicea del año 787 decretaba que solamente el aspecto técnico de la obra dependía del iconógrafo, pero todo su plan, disposición y programa pertenecen y dependen de claro modo, a los santos Padres. Más tarde, en 1551, el concilio moscovita de los 100 Capítulos señala que todas las autoridades eclesiásticas deben velar sobre los iconógrafos y controlar su obra en sus respectivas diócesis. Esto irá asociado con la circulación de manuales con indicaciones precisas sobre los modos de pintar y reproducir los rasgos de Cristo y de los santos. Esta serie de instrucciones harán que la factura de los iconos sean durante mucho tiempo, un patrimonio casi exclusivo de los monjes; cosa habitual, pues es al alero del monasterio, donde se da una vida y efusión espiritual privilegiada. Es preciso aclarar que tampoco debemos ver una regulación tan estricta que ahogue al artista, pues depende de él, en último término, que su obra sea algo más allá que una mera copia, sin limitarse a la letra, sino al espíritu de los principios que anhela actualizar y ennoblecer.

El iconógrafo, previo a plasmar la imagen en el tablero de madera, debe engendrar primero, el icono en su propio interior, fruto de la contemplación, el silencio y la ascesis, “con la mirada y el corazón purificados, él podrá trazar la imagen de un mundo transfigurado” según nos señala Michel Quenot. Por ello son emblemáticas las palabras de la iconógrafa rusa contemporánea Mme Fortunato- Theokretov: “La razón de ser de los iconos es la de servir a Dios y  los hombres. El icono es una ventana a través de la cual el Pueblo de Dios, la Iglesia, contempla el Reino; y, por esta razón, cada línea, cada trazo del rostro adquiere un sentido. El canon iconográfico, formulado a lo largo de los siglos, no es una prisión que quiera privar al artista de su impulso creador, sino la protección de la autenticidad de lo que se representa. En esto consiste la Tradición.” El iconógrafo por tanto, funda y nutre su arte en la Tradición y en las Enseñanzas de la Iglesia, siendo expresión acabada de la Liturgia y es inspirada por el Espíritu Santo. De aquí que sean obras no firmadas – aunque no anónimas-, a fin de no distraer al orante de su finalidad esencial.

Al contemplar el icono, nos percataremos de que existe una ausencia total de realismo, enfatizando su espiritualización por sobre su objetivación sensible, es decir, nos introduce en una realidad transfigurada que hace participar al hombre de un mundo suprasensible e invisible a nuestros límites materiales. En síntesis, hacerlo partícipe de la Encarnación de Cristo a través de la deificación del hombre. Por ello también la arquitectura y naturaleza presente en el icono desafía la lógica humana y las leyes de la gravedad al ignorar toda proporción, apariencia y distribución, para manifestar las esencias de las cosas y subordinar las a las personas representadas. De los cuerpos desaparece su carnalidad sensual bajo ropas en formas de togas y pliegues, expresando un movimiento del espíritu. El rostro es el centro del icono, lo domina todo; los personajes de frente -sólo los santos-, expresan que participan de la gloria de Dios. Los que no han alcanzado la santidad, se presentan de perfil. En el caso de Cristo el rostro busca el equilibrio de su humanidad y divinidad. Los ojos son grandes y vivos, miran como testimonio de estar en la presencia de Dios. La frente abombada y alta encierra la fuerza del espíritu y la sabiduría. La nariz alargada y fina nos revela su nobleza. La boca, signo de espiritualidad es un fino trazo que prescinde de toda sensualidad, y siempre está cerrada, pues la contemplación de Dios exige el silencio absoluto. Los oídos, pequeños expresan que oyen la voz interior de los mandatos del Señor. Por tanto, podemos afirmar que todos los personajes de un icono se nos presentan impasibles, severos e hieráticos –solemnidad en extremo- expresando la paz de Dios, un dinamismo que es interior y una carne rendida al espíritu; todos signos de la plenitud de la vida espiritual. Finalmente el nimbo brillante sobre las cabezas expresa la abundancia de Luz Divina de aquel que vive en la intimidad de Dios.

ALGUNAS TIPOLOGÍAS DEL ICONO:

Los iconos son factibles de agrupar de modo que permitan al lego una comprensión más acabada de lo que hemos escrito. El primer lugar lo ocupa el rostro de Cristo, testimonio de su Encarnación, muchas veces presentado como Pantocrátor – todopoderoso y dueño del Universo- como Cristo triunfante, en gloria, que viene a sojuzgar a las naciones y hombres en la Parusía, – el advenimiento glorioso de Jesucristo al fin de los tiempos-. El Mandylion, imagen acheiropoietes ya referido, y el Emmanuel; Cristo-Niño con aspecto adulto. En Bizancio aparecen con una mirada severa como si escrutara las profundidades insondables del corazón humano, que se vuelve más bondadosa y amable en los iconos eslavos.

Le siguen en importancia las diversas representaciones de la Virgen, Madre de Dios –Theotokos- representada con Jesús niño, el cual tiene en sus manos el rollo de la ley, que se pueden sintetizar en la Kiriotissa; es decir, la Virgen representada como un trono de sabiduría y Jesús niño sentado en sus piernas, reinando en majestad. La Galaktotrofusa; que es la virgen amamantando a Jesús niño. La Glikofilousa; que corresponde a Virgen acariciando a Jesús niño o dándole un regalo. La Hodogitria, que es la que muestra el camino. La Virgen señala a Cristo como camino de salvación. También tenemos unas representaciones menos comunes como la Virgen Platytera; que contiene al Incontenible, o inmensa que contiene al Inmenso. La Virgen Psychosostria; que es la que salva nuestras almas. La Virgen Panaghia, que es la Virgen toda santa, porque cubierta con un manto rojo, que indica la santidad del Espíritu Santo, expresa la plenitud de la santidad externa e interna.

Le siguen en abundancia, el icono de la Deesis -Intercesión-, que muestran al Pantocrator rodeado de la Theotokos y Juan Bautista, el Precursor del Mesías, y a veces, con varios santos intercesores a favor de los creyentes. El icono de la Crucifixión nos presenta a Cristo pleno de la gloria de Dios, dueño de la Vida, triunfando sobre la muerte. Absolutamente distinto a las crucifixiones de Occidente, donde prima el drama de la muerte y no el misterio de la Resurrección.

Interesante es también el icono de la Resurrección o del Descenso a los Infiernos, pues constituye el principal tema litúrgico de vísperas de los sábados y como afirma Michel Quenot: “La Ortodoxia es la confesión de la Resurrección”, que se representa habitualmente con el descenso al Ínfero, pues se evita el momento de la Resurrección, puesto que no hay detalles precisos ni aproximados en las escrituras, cualquier intento falsearía o agotaría de contenido al Misterio. Esperamos que estas breves líneas hayan sido fieles a nuestros propósitos, y haber intentado explicar cómo el icono celebra, en definitiva, la luz y la verdad del Misterio de la Encarnación del Dios cristiano, haciendo visible lo Invisible.

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