La toma de la Catedral de Santiago el día domingo 11 de agosto de 1969 generó enormes repercusiones en el mundo católico chileno y fue un símbolo que visibilizó a distintos grupos rebeldes que surgían en su interior.
La madrugada del domingo 11 de agosto de 1968 las rejas de la Catedral de Santiago amanecieron con cadenas y candado. De sus torres, que miran a la Plaza de Armas, colgaba un lienzo que decía: “Cristo es igual a la verdad. Por una Iglesia junto al pueblo y su lucha. Justicia y amor”. Un grupo de laicos, sacerdotes y religiosas – llamado “Iglesia Joven”–, realizaron una toma del recinto. Adentro, celebraron una misa, pidieron por las víctimas de la guerra de Vietnam, por los obreros de América Latina y por los procesados políticos de Brasil. La “Iglesia Joven”, con este acto espectacular, buscaba hacer un llamado de atención a los católicos chilenos.
La toma de la Catedral generó enormes repercusiones en el mundo católico chileno y fue un símbolo que visibilizó a distintos grupos rebeldes que surgían en su interior. La ocurrencia del acto en un recinto religioso era una novedad. En primer lugar, porque las “tomas” eran una práctica política esencialmente de izquierda y los espacios tomados hasta ese momento habían sido fábricas, fundos y terrenos urbanos. Salvo exactamente un año atrás, el 11 de agosto de 1967, en que la Casa Central de la Universidad Católica había sido tomada por un grupo de estudiantes. En segundo lugar, la novedad estaba dada por la participación de sacerdotes en un acto de esta naturaleza.
La toma de la Catedral –a pesar de no haber durado más de unas pocas horas– puso de manifiesto las divisiones religiosas, ideológicas y políticas que se acrecentaban en el catolicismo chileno. En el debate estuvieron presentes los sacerdotes que –insertos en las poblaciones– pedían mayor compromiso de la Iglesia con el mundo de los pobres; los obispos, desconcertados y tironeados al ver cómo se cuestionaba el sello social y renovador de la Iglesia chilena, y los laicos; algunos participaron y apoyaron la toma, otros se escandalizaron frente a este acto violento –y, para algunos, subversivo– que ponía en evidencia aquel “desvío” posconciliar en que una parte de la Iglesia católica había incurrido. Ahí estuvieron también las fuerzas de derecha que plantearon que era una obra más del comunismo en su escalada por la toma del poder en Chile. Parecía ser que todos los hilos que se estaban discutiendo dentro del mundo católico con respecto a su acción temporal y propiamente política confluían en este acto de ocupación de la Catedral.
La antesala de la toma fue organizada por el grupo Iglesia Joven, que formaba parte de aquellos sectores críticos que surgían dentro de la Iglesia. Entre sus planteamientos generales, destacaba su deseo de volver al cristianismo de los primeros tiempos. Criticaban la escasa renovación pastoral y acercamiento a los pobres por parte de la Iglesia, y sentían que su posición crítica no trascendía, que no se les tomaba en cuenta en la estructura eclesiástica. Ya habían realizado algunos actos previamente, cómo enviarle una carta al Papa Pablo VI, con motivo de su visita a Colombia, y una protesta de cincuenta fieles como rechazo a la construcción del Templo Votivo de Maipú, en julio de 1968.
En una jornada de reflexión en la población de Barrancas surgió la idea de realizar un acto contundente, llamativo, que no dejará a nadie indiferente. Así nació la toma de la Catedral. Fueron trece horas las que estuvo en manos de Iglesia Joven. Entre el grupo de laicos estaba el conocido líder sindical Clotario Blest, algunos pobladores pertenecientes a parroquias de la zona sur de Santiago, estudiantes universitarios, como el ex presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC) y protagonista de la toma de la casa central de la Universidad Católica un año antes, Miguel Ángel Solar, y otros miembros del movimiento cristiano “Camilo Torres”, escindido del Partido Demócrata Cristiano. Entre los participantes también había un grupo de siete sacerdotes: el cura obrero jesuita Ignacio Vergara; el sacerdote de los Sagrados Corazones Carlos Langue; un asesor de la Asociación de Universitarios Católicos, Diego Palma; el español Paulino García y Francisco Guzmán, ambos de la parroquia San Luis Beltrán, y, finalmente, Andrés Opazo y Gonzalo Aguirre.
El primer sacerdote en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo fue el vicario deán de la Catedral, Augusto Molina, quien debía oficiar la misa de las siete de la mañana ese domingo. Rápidamente informó al Vicario General, monseñor Jorge Gómez Ugarte, quien llegó prontamente. Desde el otro lado de la reja, los ocupantes les explicaban sus motivos, les calmaban diciendo que era una manifestación pacífica y les informaban que ese mismo día en la tarde harían abandono del templo. Las misas dominicales se debieron oficiar en la iglesia del Sagrario, la cual sirvió además de corredor para los periodistas que comenzaron a llegar y la policía de investigaciones que también se hizo presente. Monseñor Gómez fue interrogado por los periodistas tras su encuentro con los ocupantes, señalando: “Todo esto es muy lamentable. Por muy buenas que fueran las intenciones de estos cristianos, no es éste el procedimiento para expresarlas”. Para sorpresa de muchos, Gómez afirmaba no oponerse a las ideas que habían detrás de la toma, sino al procedimiento elegido para manifestarse. Un periodista le interrogó sobre la posibilidad de un desalojo policial de los ocupantes, a lo cual Gómez planteó su total rechazo, aludiendo que la Iglesia se oponía “a cualquier situación de violencia”.
Como la prensa seguía agolpada a las afueras de la Catedral, los ocupantes decidieron –cerca del mediodía de ese domingo– permitir su entrada para que así fueran testigos de lo que ocurría. En la nave central de la Catedral realizaron una conferencia de prensa y fue el sacerdote español Paulino García el primero en hablar, intentando explicar que no se trataba de una “‘toma’ propiamente tal”, sino sólo de “una manifestación” por parte de un grupo de cristianos en contra del Congreso Eucarístico de Bogotá. El objetivo era “llamar la atención del Papa sobre la realidad latinoamericana”. La prensa fijó su atención también en el emblemático líder sindical Clotario Blest, quien al ser entrevistado puso hincapié en la unidad de los trabajadores y en la posibilidad de plantear un camino juntos los cristianos y los marxistas. “Estaremos de la mano con nuestros hermanos marxistas en la barricada del pueblo contra el capitalismo”, dijo Blest e invitó a seguir los ejemplos de Camilo Torres y el Che Guevara.
Durante la toma, se distribuyeron algunas proclamas y declaraciones que venían en hojas mimeografiadas, lo que puso de manifiesto la preparación del acto. El tono era de protesta y su alcance era amplio: se protestó contra la Encíclica Humanae Vitae y el autoritarismo del Vaticano en la materia; se denunció una serie de injusticias del sistema imperante, al que llamaron “desorden establecido”, caracterizado por la “violencia de los ricos y poderosos”, “la explotación del hombre por un sistema basado en el lucro”, “el imperialismo internacional del dinero”, “el engaño de una falsa democracia”, “la segregación racial, cultural y económica” y “la instrumentalización de la educación a favor de las clases dirigentes”.
Una de estas proclamas, “Manifiesto de la Iglesia Joven”, fue la que tuvo mayor publicidad y difusión en la prensa. En ella se expresaron los motivos de la toma. En primer lugar, dejaban claro que la manifestación no era contra el Cardenal ni tampoco contra el Papa, sino contra “las estructuras caducas” de la institución eclesiástica. Planteaban un cambio dentro de la Iglesia, sobre todo en torno a los valores actuales de obediencia, disciplina, uniformidad, prudencia, por otros más evangélicos, como pobreza, libertad, servicio, comprensión abierta y audaz. La Iglesia tenía una esencia autoritaria, que no respetaba las opciones de cada persona, y además daba excesiva importancia a los sacramentos. La acción de la Iglesia debía estar más enfocada en llevar al hombre a comprometerse con la vida y su pobreza debía ser visible y tangible. Pedían una Iglesia libre, que se desentendiera de las rigideces y de aquellas estructuras que se imponían desde Roma. Se declaraban una “Iglesia del pueblo”, que estuviera con los pobres no solo compartiendo su miseria, sino también sus luchas, para terminar haciendo un llamado a un compromiso con “la auténtica liberación del pueblo”.
La toma de la Catedral tuvo una serie de símbolos religiosos y políticos que se realizaron en su nave central. Los ocupantes celebraron una misa, pero no en el altar central, sino en un altar improvisado por una mesa, rodeada de bancas. La eucaristía se hizo con panes y vino, que se partieron y compartieron entre los asistentes, y dentro de las lecturas bíblicas se analizó el pasaje en que Jesús expulsaba del templo a los mercaderes. Jóvenes con guitarras entonaron himnos y canciones no cantadas comúnmente en misa. Al término de la misa, al momento de las letanías, cada concurrente fue improvisando una plegaria, en las cuales se pidió “por el angustiado pueblo de Biafra que muere de hambre”, “por los caídos en la absurda guerra de Vietnam”, “por el pueblo uruguayo que lucha por una vida mejor”, “por todos aquellos hermanos nuestros que han muerto en las luchas por la libertad de América Latina”. Tras lo cual el resto repetía “escúchanos Señor te rogamos”.
Por la tarde, los cantantes de música folklórica Ángel e Isabel Parra interpretaron su “Oratorio para el Pueblo”, serie de diez canciones de sello folklórico. Frente a esto, una reportera comentaba atónita que dicho acto se asemejaba más a “la Peña de los Parra” que a un acto litúrgico. Pasadas las cinco de la tarde los ocupantes abandonaron la Catedral. La salida se hizo de forma ordenada y pacífica, mientras un tumulto de gente los esperaba afuera. La Plaza de Armas se convirtió en un foro ciudadano. Grupos a favor y en contra discutían y se enfrentaban apasionadamente entre sí. Hasta ahí llegaron algunos miembros del Grupo “Tradición, Familia y Propiedad”, quienes gritaban consignas especialmente dirigidas en contra de los sacerdotes que habían participado: “¡No queremos curas marxistas!”.
Las consecuencias de la toma de la Catedral fueron enormes y tal como sus organizadores querían, el mundo católico no quedó indiferente. La toma causó un gran revuelo en la prensa –que duró por varias semanas–, sobre todo en aquella vinculada a la derecha. Una prueba de esto –específicamente en El Mercurio de Santiago y Valparaíso–, fue la notoria publicidad de los sucesos de Santiago, a diferencia de la escasa cobertura de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano que se encontraba por esos días reunida en Medellín. La jerarquía eclesiástica, representada en la figura del cardenal Silva Henríquez, quedó sorprendida y podríamos decir sobrepasada por la toma de la Catedral. No comprendía el fundamento y los motivos de aquellos grupos cristianos que habían participado, y, sobre todo, no entendía la prepotencia y violencia que este acto encerraba. Los obispos de Valdivia, José Manuel Santos, y de San Felipe, Enrique Alvear, emitieron una declaración pública en defensa del Cardenal, condenando el “sufrimiento injusto inferido” a este. Los argumentos centrales fueron que la Iglesia de Santiago había dado pruebas claras de un mayor servicio a los pobres, de estar en la línea del Concilio. Por tal razón, el acto de la toma no podía ser explicado, ni “cristiana” ni “razonablemente” por parte de sus autores.
El Cardenal, un par de días después, a través de una declaración oficial junto a algunas autoridades de la Arquidiócesis de Santiago, se refirió a estos hechos. Los obispos mostraron su desconcierto y defendieron el trabajo apostólico de la Iglesia de Santiago con su “generosa entrega al servicio de los humildes”. El desconcierto era aún mayor al considerar la vocación de diálogo y “equilibrada apertura” hacia todas las tendencias dentro del catolicismo, incluida la Iglesia Joven. Los obispos usaron duras palabras como “extremismo”, “motín”, “escándalo” y “profanación” en contra de “las hermosas tradiciones de nuestra patria en materia religiosa”. Según ellos, en la toma había primado la violencia y se había olvidado el amor, por lo que la crítica más dura se dirigió a los sacerdotes participantes, “los principales culpables de este acto de violencia”: “La acción de unos pocos sacerdotes descontrolados, olvidados de su misión de Paz y Amor, ha llevado a un grupo de laicos y de jóvenes a efectuar uno de los actos más tristes de la historia eclesiástica de Chile”.
Por todas estas razones, las autoridades eclesiásticas decidían sancionar a los sacerdotes participantes, con una suspensión ad divinis, que les privaba de realizar sus labores sacerdotales. Dicha medida tendría vigencia hasta que los sacerdotes recapacitaran y manifestaran personalmente su obediencia y respeto a la jerarquía eclesiástica. Por último, los obispos hacían una invitación amplia a todos los fieles para ofrecer una misa de desagravio tras “los enojosos acontecimientos que hemos presenciado”. Algunos de los laicos participantes en la toma intentaron poner paños fríos en el debate. Defendieron a los sacerdotes y manifestaron que estos no los habían influido ni mucho menos manejado, sino por el contrario, que era un acto de esencia laica, surgido como iniciativa de los mismos obreros. De tal modo, si la jerarquía eclesiástica se decidía a castigar, este castigo debía ser para “todos los participantes, o ninguno de ellos”.
Asimismo, los laicos se defendieron de las acusaciones de profanación, destacando la esencia religiosa de esta “convivencia comunitaria”, semejante a las reuniones de los “cristianos de los primeros tiempos”. Se debía, por tanto, dejar de lado el acto de toma de la Catedral para observar la reunión que se había generado, caracterizada por su “meditación, recogimiento y oración”.
Los sacerdotes participantes de la toma y castigados por el Cardenal le enviaron inmediatamente una carta personal que explicaba las motivaciones de sus acciones. En la misma línea que los laicos, los sacerdotes argumentaban que su acción era una prueba de “solidaridad” con el pueblo, a lo que agregaban una disculpa frente al posible daño provocado a su persona. Se refirieron a la suspensión ad divinis, pidiendo que se les levantara para “poder continuar en el sincero y entusiasta servicio del Pueblo de Dios”. Finalmente, denunciaban las malas intenciones y malentendidos surgidos tras la toma, considerando incluso “falsas y sensacionalistas” algunas de las noticias publicadas en torno a ella. Tras esta misiva, el cardenal Silva Henríquez decidió levantar su sanción y, con esto –en vez de calmarse– la polémica se encendió aún más.
El día 15 de agosto, el Cardenal intentó cerrar el debate en un acto litúrgico en la misma Catedral. En su homilía se encargó de aclarar que la misa no representaba condenación o sentencia contra nadie, e incluso se atrevió a plantear una serie de cuestionamientos a la estructura eclesiástica: “Creíamos a nuestra Iglesia sin manchas ni arrugas […] Creíamos que deseando el progreso estábamos ya cumpliendo. Nuestra entrega a los demás no ha sido suficiente. Tal vez sentíamos demasiado el peso de la autoridad”. El Cardenal también mostró palabras de comprensión hacia los sacerdotes que habían participado en la toma. Ellos eran quienes palpaban a diario “el dolor, la injusticia, el hambre y la miseria” de los pobres. Esta realidad, decía el Cardenal, “les ofusca el corazón y tal vez el razonamiento”. Ellos llevaban “ese dolor y esa cruz”, por lo tanto, había que tenerles “una tremenda comprensión”.
A pesar de este arreglo de cuentas entre el Cardenal y los sacerdotes participantes, el debate intraeclesial estaba lejos de acallarse y en este aparecieron temores que sobrepasaban el suceso mismo de la toma. Un elemento común de las críticas de círculos clericales fue centrar su argumento en los excesos y desviaciones en las que incurrían algunos sacerdotes y el daño que esto causaba a la institución. El Cardenal debió salir a calmar los ánimos, como se puso de manifiesto en un intercambio epistolar con un grupo de sacerdotes de Santiago. Estos temían por la “crisis de autoridad” en la Iglesia de Santiago, al tiempo que se preocupaban por el “estupor y escándalo” que este tipo de acciones causaba en los creyentes y las “nuevas rebeldías” que podrían surgir dentro del clero.
A los pocos días, el Cardenal afirmaba que detrás de este acto había “buenas intenciones”, cargadas de “ardor y espíritu juvenil”. Estas acciones respondían al clima de “incertidumbre” y “confusión” generado por la puesta al día de la Iglesia católica. El tema central para él estaba dado por el olvido de aquella “parte sobrenatural y espiritual” de la Iglesia católica y por una sobrevaloración, a sus ojos equivocada, de la Iglesia como “estructura puramente humana”. Dentro de los artículos publicados en las revistas católicas, una de las críticas más duras a los sacerdotes provino de un sacerdote español que trabajaba en una población marginal de Santiago. Para él, la acción de los sacerdotes en la toma solo era una expresión de un “aggiornamento desviado y malentendido”. El problema central era la incomprensión de los sacerdotes participantes sobre las verdaderas necesidades de los pobres. Estos, al igual que los clérigos revolucionarios de América Latina, habrían pasado de “unos santos anticuados” a otros “nuevos santos”, inspirados en el Che Guevara y Camilo Torres.
El debate sobre los sucesos de la toma de la Catedral copó la prensa nacional. Se hicieron muchas lecturas e interpretaciones y la prensa escrita se volvió un actor protagónico de este episodio. La prensa pasó a ser una trinchera ideológica en torno a la acción de la Iglesia católica en la sociedad y como –certeramente– puso en evidencia la revista satírica Topaze enfrentó a los sectores de la izquierda y la derecha del espectro político. Para la derecha esto era un acto de violencia y rebeldía, caracterizado por sacerdotes y religiosas con rostros enfurecidos, cargando metralletas y en actitud de guerrilleros. Por el contrario, para la izquierda este parecía ser un acto inofensivo, de impronta religiosa y prueba de una piedad tradicional, representado por un grupo de sacerdotes y religiosas que rezaban de rodillas y elevaban su vista al cielo. Al igual que en la realidad, el acto de la toma parecía ser un problema de carácter clerical y no laical. En ese mismo número, Topaze le dedicaba otra caricatura al tema. Una serie de imágenes describía lo ocurrido dentro de la Catedral y los comentarios posteriores. Hervi con sus caricaturas y humor satírico recreó algunas escenas de la toma y lo que allí ocurrió. Una mirada detallada de estas caricaturas nos pone de manifiesto los elementos y símbolos religiosos que estaban en el centro de la polémica.
En primer lugar, los protagonistas de la toma y del debate posterior eran principalmente miembros del clero. En segundo lugar, se dejaban ver algunas características exteriores que ponían de manifiesto las diferencias entre aquel clero tradicional y el clero participante de la toma. Estaba aquel nuevo sacerdote, vestido de seglar, con solo una pequeña cruz en la solapa de su chaqueta. Se mostraba relajado, miraba a los manifestantes con cara sonriente, mientras bebía vino del cáliz. A simple vista parecía ser más una manifestación callejera que un rito católico, salvo por un par de símbolos religiosos sobre el altar. Estaban también los sacerdotes y obispos a la vieja usanza, con sotana negra, capa eclesiástica, sombrero de teja y un gran crucifijo colgado al cuello. Uno de ellos con el rostro tenso e irritado, sentenciaba: “Todo empezó cuando se pusieron los pantalones… No sé en qué va a terminar esto”.
En la crítica de la prensa de derecha se dejó ver el trasfondo político-ideológico que esta atribuyó al acto de la toma. La prensa conservadora, El Diario Ilustrado, centró su crítica en los sacerdotes, a quienes llamó “rebeldes” y exponentes de “una infiltración del comunismo”. El comunismo actuaba encubiertamente a través del uso de guitarras en la liturgia y en el acto de fumar dentro de un recinto eclesiástico. Pero también hacía uso de una de sus prácticas esenciales: el uso de la violencia. El problema estaba en que ahora se evidenciaba un nuevo tipo, la “violencia religiosa”, la que alcanzaba incluso los “lugares sagrados”. Este medio de prensa aprovechaba también de criticar a la jerarquía eclesiástica y en particular a los jesuitas, aludiendo a su grado de responsabilidad en este episodio, al alentar desde hacía ya varios años “todos los movimientos de desquiciamiento y de desorden entre los católicos”. La toma de la Catedral, bajo esta perspectiva, solo venía a poner en evidencia su posición “equivocada” y el mal que habían causado al ahondar y profundizar las diferencias entre los católicos.
El periódico El Mercurio de Santiago fue uno de los medios de prensa más críticos con el acto y lo conectó directamente con la toma que un año antes había ocurrido en la casa central de la Universidad Católica. El Mercurio fue uno de los mayores opositores a la toma de 1967, afirmando que detrás estaba el Partido Comunista. Esto generó un gran debate y desembocó en el emblemático cartel colgado en el frontis de la universidad: “Chileno: El Mercurio miente”. De igual forma El Mercurio vio la mano del comunismo en la toma de la Catedral. Su preocupación se evidenció en la extensión de su cobertura de la noticia, la centralidad que otorgó en profundizar sobre algunos signos y episodios, además del interés por recopilar las reacciones adversas al acto. Al día siguiente de la toma, El Mercurio describió en detalle los sucesos ocurridos considerándolos “un acto litúrgico desconocido”. Luego incluyó las reacciones de la jerarquía chilena, así como de las otras iglesias de América Latina, que expresaron su rechazo a este “gesto exhibicionista” y “escándalo a la francesa”. Por último, se incorporaban las reacciones de la Santa Sede publicando íntegramente la editorial de L’Obsservatore Romano que había calificado de “profanación” todo lo ocurrido dentro de la Catedral.
El Mercurio reparaba no solo en el acto de ocupar la Catedral, sino también en las múltiples desviaciones y desórdenes que a sus ojos habían ocurrido dentro de este recinto. El símbolo de un sacerdote fumando en su interior fue uno de los elementos más llamativos para este medio de prensa. La foto del sacerdote español Paulino García fue reproducida varios días seguidos, e incluso, en una de sus ediciones el cigarro era destacado en un círculo. El cigarro de García pasó a ser el símbolo más evidente de la rebeldía del clero y de la transgresión de este acto. Fue calificado como “un acto profanatorio” de todo lo sagrado que había en la Catedral. El Mercurio también reparó en el evidente desorden y suciedad de la Catedral, “con cientos de colillas de cigarrillos en su interior”. Se habrían necesitado varias jornadas de trabajo y un grupo de auxiliares especiales para realizar una “prolija limpieza” en el presbiterio. Sin embargo, lo más grave de todo parecía ser un rayado que había aparecido en la tumba de Monseñor José María Caro: “El pueblo está sufriendo”, firmado por las Juventudes Comunistas. Con este acto, a todos los daños físicos infringidos, se le agregaba, lo que calificaron, un “daño moral” de mayor gravedad.
Para El Mercurio este rayado pasaba a ser la prueba que desenmascaraba el trasfondo político partidista que había tras la “ocupación” de la Catedral y ponía en evidencia la influencia comunista, a pesar de que sus ocupantes intentaran desmentirla. En una editorial publicada el 13 de agosto, el movimiento Iglesia Joven era calificado de “grupillo”, cargado de “un sentido belicoso y violento”. Iglesia Joven seguía “las aguas de un movimiento amplio de rebeldía espiritual y social” que tenía “sus maestros, sus estrategas y sus agitadores” reconocibles que no pertenecían a la Iglesia, como se evidenciaba en el uso del escándalo como “herramienta subversiva” y el deseo de “derribar las respetabilidades, de desquiciar las instituciones y de desafiar las normas”.
Para El Mercurio era evidente que la toma de la Catedral tenía un “carácter ideológico”, que se expresaba en “una rebeldía en contra de las estructuras del poder eclesiástico” y en “un afán de situar a la Iglesia Católica en la línea de la protesta que esgrime la nueva izquierda marxista”. Concluía entonces la existencia de una “ultraizquierda cristiana” y una “nueva izquierda católica”, caracterizada principalmente por “su obsesión por el poder para impulsar la revolución permanente”. La crítica de El Mercurio una vez más se entrelazaba con los sucesos de un año atrás con la toma de la Universidad Católica. Ahí la jerarquía eclesiástica había actuado de forma indulgente frente a signos de clara rebeldía. Ahí también estaba esta “izquierda católica”, la cual no había sido detectada ni mucho menos frenada por la jerarquía de la Iglesia. En aquella ocasión habían sido objeto de “la más injuriosa ofensiva publicitaria” por haber denunciado la influencia marxista en dicha ocupación.
La toma de la Catedral, a ojos de El Mercurio, venía a darles la razón: “Las aseveraciones responsables de este diario acerca del espíritu y carácter de la ocupación de la Universidad Católica han resultado desgraciadamente confirmadas por los hechos, como lo saben ya quienes, en agosto del año pasado, creían de buena fe, lo contrario”. En medio de esta polémica la revista Mensaje intentó tomar distancia y analizar la toma y sus repercusiones. En primer lugar, la consideró un acto “inusitado”, “precipitado” y “no justificado” que dificultaba todo intento de diálogo entre los católicos. Mensaje defendía a la jerarquía de la Iglesia e indicó que los calificativos usados por Iglesia Joven de ser una jerarquía “retrógrada” y “alejada de los anhelos del pueblo” solo constituían una imagen “falsa e injusta”. Uno de sus objetivos centrales fue desviar la atención sobre los sacerdotes participantes y volverla hacia los laicos, de modo tal de aliviar a aquéllos de las responsabilidades en este acto. Eran estos laicos, en su mayoría obreros, los “que trabajaban y sufrían en carne propia las injusticias de nuestras estructuras”, quienes pedían a la Iglesia estar “más efectiva y visiblemente junto al pueblo”.
Esta revista intentó destacar la esencia religiosa y el compromiso evangélico del acto: la misa celebrada por los “rebeldes”, sus letanías “de alcance ecuménico”, sus diálogos y reflexiones “que fueron borrando diferencias entre obreros, universitarios, profesionales e intelectuales”. Todo esto podía considerarse “el germen de una profunda y auténtica renovación en el cristianismo de nuestra Patria”. El diario comunista El Siglo también dedicó una extensa cobertura a la toma de la Catedral, sobre todo por las acusaciones directas que recibió el Partido Comunista chileno de estar detrás del acto. Para El Siglo la toma de la Catedral formaba parte de una rebelión de los católicos: una muestra de “repudio” hacia aquellos “vicios de la Iglesia” y una aspiración de “identificarla con el pueblo”.
El Siglo respondió con firmeza a las acusaciones que había recibido de El Mercurio. Le acusaba de levantar “mentiras” y “calumnias” en toda su interpretación de la ocupación de la Catedral. “La certera acusación de los estudiantes de la Universidad Católica, CHILENO: ‘EL MERCURIO’ MIENTE, ha sido ratificada una vez más por los hechos”: “¡Así se definen y redefinen los sectores económicos más poderosos del país! ¡Ay del que lesione en algo sus posiciones! ¡lanzarán toda su maquinaria propagandística y económica para aplastarlo!” […] Pero los errores se les acumulan, se les acumulan y terminarán derrumbándose alguna vez para siempre”. La aproximación al marxismo, a pesar de que no se evidenció en el acto mismo de la toma ni en los documentos publicados por Iglesia Joven, se puso al poco tiempo de manifiesto en las declaraciones utilizadas por algunos de los ocupantes de la Catedral. El sacerdote chileno, Diego Palma, entrevistado por una periodista de El Mercurio en noviembre de 1968 –en tono relajado y lenguaje juvenil– se abría a considerar las posibilidades de un camino compartido entre marxismo y cristianismo. El primero vendría a aportar sus herramientas de análisis económico y social, dejando de lado todo su componente ideológico. Pero fue sobre todo la prensa de izquierda, tanto aquella cercana al Partido Comunista como también al MIR, la que se aventuró en destacar las posibilidades que se abrían para América Latina a través de un diálogo cristiano-marxista.
La prensa comunista El Siglo destacó la toma de la Catedral como un hito más en aquella historia de convergencias políticas y sociales de cristianos y comunistas, siguiendo la línea de Juan XXIII y Pablo VI quienes defendían “una apertura de los católicos hacia las masas trabajadoras” y se abrían a dialogar con los marxistas. Este diálogo o convergencia no estaría relacionado con un vínculo intelectual, o como llamaron, una “osmosis teórica” entre ambos pensamientos, sino más bien respondía a un deseo de “mancomunar esfuerzos para luchar contra el imperialismo y contra las oligarquías, a fin de desterrar la miseria”. Por su parte, Punto Final mostraba su entusiasmo con el surgimiento de un grupo como Iglesia Joven, al que consideró un movimiento que recuperaba el “verdadero sentido del Evangelio” y que tenía como objetivo central la unidad de la clase trabajadora, siguiendo los modelos de Camilo Torres y el Che Guevara. En sus páginas se incorporaron largos comentarios de Clotario Blest, quien además de hacer su propia interpretación de la toma, sentó las bases del diálogo cristiano-marxista. Blest, con originalidad y atrevimiento, analizaba lo ocurrido en la Catedral como un “acto religioso”. Ahí se había orado con “singular fervor y emoción” y se había cantado con guitarras como el pueblo solía hacerlo.
La crítica que algunos sectores católicos más tradicionales, como L’ Observatore Romano, había puesto en evidencia, no era más que otra prueba de que a la jerarquía de la Iglesia no le gustaban las expresiones del pueblo. Blest negaba cualquier acusación de “profanación”, planteando que “los verdaderos profanadores del templo de Dios” eran “todos aquellos que entran a él con la bolsa bien llena de escudos y de dólares, robados a sus trabajadores y campesinos”. El marxismo de Blest se evidenciaba en su análisis de la realidad latinoamericana bajo la óptica de la lucha de clases. En esta, la Iglesia Joven se ubicaba “en la barricada de los explotados” sin descartar el uso de la violencia como “un último recurso popular” para conseguir sus reivindicaciones. Para Blest existían elementos fundamentales que homologaban al cristianismo y marxismo: la redención integral del pueblo, la desaparición de las clases sociales, la igualdad y la comunidad de bienes según la necesidad de cada persona o núcleo familiar y, principalmente, la búsqueda de “la felicidad del hombre en esta tierra y no solo esperanzarlo en un cielo donde volverán a encontrarse con sus explotadores y victimarios”.
Casi dos meses después de la toma, la jerarquía eclesiástica, intentando dar algunas directrices para ordenar el ambiente posconciliar chileno, volvió a aludir a los sucesos de la Catedral. Los obispos resaltaron principalmente las definiciones irreconciliables de los católicos hacia su Iglesia. Se hablaba de una “Iglesia de los pobres”, de una “Iglesia de los jóvenes”, de una “Iglesia tradicional”, de una “Iglesia oficial”, de una “Iglesia clandestina” y de una “Iglesia nueva”. El llamado entonces era a dejar de lado las manipulaciones mundanas y políticas de la Iglesia, lanzando la pregunta: “¿Nos hemos abierto totalmente a su Evangelio, a todas sus exigencias, o hemos elegido arbitrariamente tal o cual versículo que usamos en apoyo de una tesis respetable, pero solamente humana?”.
Los alcances teológicos de este cuestionamiento fueron evidentes y los obispos manifestaron su interés de que la acción social fuera complementada con “el estudio de su palabra” y “la contemplación de su misterio”, lo cual resumían en la frase “para ser sociólogo o promotor del desarrollo humano” el cristiano debía “ser primero un creyente y un testigo”. La jerarquía eclesiástica intentó frenar los excesos y confusiones que surgieron dentro de algunos miembros del clero por un compromiso apostólico cada vez más politizado. A comienzos de 1970, el Cardenal Silva Henríquez plantearía que el sacerdote estaba llamado a ejercer una acción social, pero no tenía permitido participar en política, salvo en un plano personal y reservado. La política era un terreno propio de los laicos. La jerarquía cambió el tono de sus pastorales anteriores y enfatizó las funciones pastorales de la Iglesia. Sin embargo, ya existía una simbiosis entre lo pastoral y lo social, entre lo pastoral y lo político, que parecía difícil de romper y el acto de la toma de la Catedral lo puso de manifiesto. En términos políticos, este evento enfrentó a los extremos: aquellos que estaban por una Iglesia más comprometida políticamente en la liberación del pueblo contra los que vieron en ella un acto de subversión católica y una izquierda católica.
Pero la toma de la Catedral también tuvo un trasfondo religioso y sacó a relucir las tensiones existentes dentro de la Iglesia chilena. Puso de manifiesto aquel difícil equilibrio entre el trabajo espiritual y el trabajo temporal de la institución eclesiástica. Las preguntas que resonaron detrás de la espectacularidad del acto se relacionaron con la verdadera misión de la Iglesia y del sacerdote, temas que a partir de entonces estarían en el centro del debate católico local y global