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Un maestro de calidad para una educación de calidad

Mucho se habla actualmente acerca de “reforma de la educación”, de “calidad educativa”, de “mejorar la formación de los docentes” y un largo etcétera, pero no se ve una reflexión profunda en torno a qué significa ser un verdadero maestro. Preguntarse por las virtudes que deben brillar en el alma de un maestro para que pueda ser llamado “buen maestro” o “excelente maestro”, “profesor de calidad”, supone antes, y más en estos tiempos que corren, decir qué significa serlo: ¿Qué es un maestro? ¿Cuál es el sentido y el significado último de su actividad docente? ¿Es solo aquel que entrega información al alumno, que busca llenar su mente con datos, fechas y conocimientos diversos? ¿Es acaso, como lo sostienen algunas corrientes muy actuales, un mero facilitador de instrumentos y herramientas para que el propio alumno construya, cree, forme su propio conocimiento?

Para responder adecuadamente conviene fundarse en la experiencia común, esa experiencia que ha tenido todo aquel que ha estado frente a un maestro que lo ha sido realmente y que le ha marcado de tal modo que le permite decir que el maestro es mucho más que un instructor o facilitador, sino que ha llegado con su acción a descubrirnos el sentido último de nuestro vivir, al punto que su paso por nuestra vida nos ha agrandado la existencia. En efecto, la acción docente es con toda propiedad una acción que teniendo como finalidad más propia y específica la comunicación de un saber, esto es, que busca enseñar una verdad de tal modo que enriquezca la inteligencia del alumno, no obstante, se ordena últimamente a ayudar a que los educandos vivan una vida plenamente humana, una vida con sentido que les posibilite alcanzar esa plenitud a la que por su propia naturaleza están llamados. Es, a través de lo que enseña, que el maestro educa. La tarea del maestro no es sencillamente comunicar información o proporcionar capacitación en unas habilidades orientadas al beneficio económico de la sociedad; sino que se trata de formar a la persona del educando, ayudarlo a ser plenamente hombre. La acción del maestro nos aparece entonces, no solo como una vocación, sino como una verdadera misión, que en cierto modo le sobrepasa, pero a la que no puede renunciar. Para llevarla a cabo, ha de contar, de modo más radical y fundamental con su palabra y con su ejemplo.

1.- La palabra es aquello en lo que está contenido su propio saber y por lo cual puede comunicarlo a su alumno. Evidentemente, no solo es la voz exterior, sino que es una palabra íntima, una palabra sabia, una palabra que conoce y entiende de modo profundo aquello que enseña. El docente no está solo repitiendo de un libro, no está recitando una lección que le es ajena y exterior, sino que el maestro verdadero, comunica aquello conocido en lo más profundo de sí mismo y lo dice como si fuera suyo. No obstante, es un saber que él mismo sabe que ha recibido de otros maestros que le precedieron, por lo que su palabra aparece inserta en una tradición de conocimiento. Transmite lo que ha recibido. Muchas veces, enriquecido por su propia reflexión, pero en esa palabra brinda a su alumno un saber que, aunque suyo, no le pertenece absolutamente y, por tanto, exige fidelidad, respeto y reconocimiento a dicha tradición. Ha de ser palabra fiel.

Ahora bien, junto con ello, es preciso que el maestro sepa comunicar su saber en el contexto de un orden aún mayor. Ni la matemática, ni la física, ni la biología, ni ninguna ciencia o arte en concreto, tiene la fuerza para colmar el corazón humano. De allí que no puede bastarle al alumno la simple recepción de esos conocimientos descontextualizados. Es preciso además, mostrarle el sentido, el lugar que ocupa dicha ciencia en el conjunto de la propia vida humana, por lo que debe ser una palabra profunda, una palabra que esté arraigada en su propia vida interior, en aquello que su propia vida es. El maestro tiene que hacer patente que a través de la misma ciencia se pueden describir realidades superiores, como el orden del universo, la belleza de las cosas, la misma hondura de la existencia humana, etc. Pero si el alumno no sabe qué sentido tiene su vida y qué es aquello que vale verdaderamente la pena, desde luego, que la ecuación de segundo grado, la célula, o los ríos de Chile, le traerán sin cuidado. Finalmente, esa palabra ha de ser una palabra amada, esto es, el maestro debe amar profunda y apasionadamente el saber que comunica, debe manifestar que es un bien de tal modo valioso que enriquece la propia vida. Ese amor a la verdad y al saber particular que posee el maestro es lo que despierta en el alumno la inclinación decidida a adquirirlo. Solo en la medida en que se vea dicho saber como algo capaz de mejorar la propia vida porque es algo bueno, el alumno se moverá a conocerlo. De otro modo, podría pasar como algo que el maestro quiere que el alumno sepa, pero que no tiene que ver con su propia existencia concreta. Cuántas veces en una clase no hemos entendido lo que se nos ha enseñado y, sin embargo, sí entendíamos, por la pasión con la que el maestro lo enseñaba, que algo grande debía haber allí contenido.

Evidentemente, las palabras por sí mismas no son capaces de hacer que el alumno aprenda y crezca como persona, ya que es el mismo discípulo el que ha de realizar aquellos actos que le permitan entender y amar en propiedad, no obstante, las palabras del maestro, dice Klaus Droste, son verdaderos dones capaces de suscitar en el interior del alumno aquella voz interior que le permitan moverse a pensar y comprender lo que el maestro generosamente le ha transmitido. Las palabras del maestro son la semilla que ha de dar fruto en el corazón del discípulo. Como nos enseña Tomás de Aquino: “las palabras contundentes gratuitamente ofrecidas dan fruto interior, de manera tal que el discípulo de pocas cosas oídas muchas cosas buenas anuncie”.

2.- Junto con la palabra, el maestro ha de contar con su propio ejemplo, esto es, manifestar una clara coherencia y equilibro vital. Dicho de otro modo, manifestar con sus acciones aquello que tiene concebido en su corazón. Precisamente, porque el obrar del maestro hace patente aquello en lo que consiste su vida, que el discípulo es movido más perfectamente al bien por las acciones del maestro que por sus dichos. Si hay incoherencia entre lo que dice y lo que hace, es indudable, y la experiencia nos lo confirma, que el alumno creerá más a las acciones. Ya podrá el maestro dominar perfectamente muchas técnicas pedagógicas, ser un artista en el uso de métodos y tecnologías educativas, pero si esto no está fundado en el orden de su vida interior, esto es, en su propia integridad personal, le será difícil, si no imposible formar hombres y mujeres buenos. Por eso la gran misión de la tarea educativa a la que todo maestro está llamado (vocación) supone que el educador entrega al alumno no solo realidades exteriores, como conocimientos, habilidades, destrezas, –que también–, sino que sobre todo, le entrega, la brinda, su propia persona.

El centro de la misión educativa es la capacidad de donación que demuestra el educador en su acción cotidiana: su transparencia, su humildad, su disponibilidad, su testimonio, su afán de superación y de crecimiento para servir a los alumnos. La docencia como misión supone la entrega de sí mismo a la persona del educando, que espera en cada sala de clase que le enseñen a vivir. Faltarían a su misión aquellos maestros que enseñando matemáticas, las vocales, historia o biología, solo enseñaran eso y no comunicaran a través de esas ciencias, con sus palabras y ejemplos, aquello por lo que vale la pena vivir. Más que buenos maestros, expertos en el arte metodológico, grandes conocedores de sus ciencias, lo que se necesita de modo urgente son maestros buenos, que sean capaces de dejar en el corazón del alumno un recuerdo ejemplar, una huella profunda en el alma del discípulo que le permita orientar su propia vida y llenarla de significado. De esta manera, entendiendo de este modo la acción del maestro, es posible aspirar a una educación de calidad como la que se anhela.

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