Movimientos sutiles, rostros expresivos, realismo viviente, minuciosas esculturas y un sin fin de sensibilidades emergen de las manos de esta pionera artista del siglo XIX: Rebeca Matte Bello. A través del fascinante relato de Isabel Cruz de Amenábar, conoceremos la vida y obra de la primera artista moderna en Chile.
Escultora, chilena y mujer, Rebeca Matte es una figura paradigmática del arte y la cultura de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Una artista trágica en su modo de ser, una obra de potente dramaticidad y una época en que colapsa el antiguo orden para dar paso al mundo contemporáneo constituyen una trilogía donde el arte se configura y, a su vez, configura ese ámbito.
Como escultora, se enfrenta al problema de la forma concreta por antonomasia y a sus avatares, cuando la herencia del clasicismo, mantenida a través de las academias artísticas, va cediendo paso a la palpitación vital de la modernidad. Como chilena, cuestiona el vínculo del artista con su lugar de origen y muestra la movilidad cultural; las redes e intercambios que nutren la obra de un creador. Como mujer, encara la emergencia, el modelado de su propia identidad femenina en un proceso de autogestión, audaz y doloroso, que provoca dilemas y quiebres, alimento a su vez, de su propia reflexión y quehacer artísticos.
Nacida el 29 de octubre de 1875, Rebeca Matte es hija de Augusto Matte Pérez y de Rebeca Bello Reyes, nieta de Andrés Bello. El destino adverso del artista romántico se cumple para ella desde su nacimiento. Su madre, aquejada de una grave y desconocida dolencia psíquica, abandona sus funciones y, recluida en una de las propiedades de su esposo, vegetará privada de razón por más de 50 años.
El padre, hombre múltiple, abogado y político, Ministro de Hacienda durante la guerra contra el Perú y Bolivia, empresario, diplomático y educador, toma a su cargo la formación de su única hija. Sus tareas públicas no le impiden orientarla y cultivarla excepcionalmente en relación a la educación femenina de la época. La lectura de los clásicos, la historia y la filosofía, clases de piano, aprendizaje de idiomas y todas las oportunidades culturales que podía ofrecer Santiago a finales del siglo XIX: exposiciones, visitas al Museo de Bellas Artes, ópera y teatro.
Privada desde la más temprana infancia del cariño y del ejemplo materno, el temperamento introvertido y melancólico de Rebeca Matte es encauzado positivamente no sólo por el padre, sino también por la abuela materna, Rosario Reyes de Bello, quien estimula en la niña la sociabilidad y la discusión intelectual a través de un “salón”, donde reúne en su casa de la calle Miraflores a destacados hombres de letras e intelectuales de la época.
Los avatares de la política, la muerte de Rosario Reyes y el proyecto de completar la educación de su hija, llevan a Augusto Matte a iniciar un voluntario autoexilio en París en 1889. Rebeca tiene 15 años y la capital francesa ofrece oportunidades culturales que la fascinan. Mientras el padre trabaja, Rebeca Matte completa su educación secundaria. En 1896, sin mediar un aprendizaje especializado, realiza sus primeras esculturas. El modernismo, entonces en pleno auge en la capital francesa, y su atracción por la mitología se fusionan en los bocetos en greda de los jarros “La Tierra”, “El Vino” y “El Agua”, los que traspasados después al bronce muestran una decidida impronta estética.
Estas primeras obras, decisivas en su orientación artística, motivan al padre a viajar a Roma, la escuela del arte clásico por excelencia, en 1898 y matricular a su hija con uno de los maestros académicos más afamados del momento: Giulio Monteverde. El aprendizaje tradicional que recibe allí Rebeca Matte, junto a la visión del verdadero museo arqueológico al aire libre que constituye Roma en ese entonces y la frecuentación de las grandes colecciones artísticas de la Antigüedad y del Renacimiento, constituyen un sólido bagaje. Allí realiza, entre otras obras, un “Retrato de Augusto Matte” y una alegoría en mármol al modo clásico: “La Grecia”.
Encauzada ya en la escultura —la más concreta y también la más ardua de las artes visuales, que en los años entre los dos siglos está aún en la cúspide de su función pública de didáctica cívica— Rebeca Matte, apoyada por su padre, continúa su aprendizaje artístico en París en 1899. Acude a la prestigiosa Academia Julian, institución especializada en la formación de mujeres artistas, a nivel europeo y latinoamericano. Ernest Dubois y Denys Puech son sus maestros. La huella de su estadía en Italia es perceptible en dos obras realizadas en este período: el mármol “Horacio”, y la figura en bronce de “Meditación”. Más que la huella de estos escultores académicos, la impacta en 1900, en la gran Exposición Universal de Artes e Industrias que tiene lugar en París, el genio poderoso y antiacadémico de Rodin, influencia que madurará posteriormente.
Ese año de inicio del nuevo siglo es también el inicio oficial de Rebeca Matte como escultora, pues es aceptada, como primera artista chilena mujer, en el Salón de París, con dos obras de tema femenino: “Militza” y “Eco”. Por la primera obtiene una Mención Honrosa, que no había recibido anteriormente ninguna artista chilena.
Joven promesa de la escultura chilena y latinoamericana, Rebeca Matte presenta su “Militza” junto a “Eco” en la Exposición Internacional de Buffalo, Estados Unidos, en 1901. Por ellas obtiene Medalla de Bronce en la categoría Bellas Artes. Es la única mujer chilena que muestra esculturas en este evento y también la única chilena premiada. Ese mismo año contrae matrimonio con el diplomático Pedro Felipe Íñiguez Larraín y un año después nace su hija Lily: María Eleonora Íñiguez Matte. La producción de los años siguientes es menos intensa, pero no se encuentra suspendida, como ha señalado la historiografía artística tradicional.
Su vocación se fortalece y su viaje a Chile a finales de 1902, junto a su padre y su familia, donde permanece hasta comienzos de 1905, constituye para ella una prueba de que en su patria no se dan las condiciones para que ella pueda llegar a ser artista a cabalidad. El regreso a Europa de toda la familia, el período de desajustes y desavenencias conyugales que le sucede y la tónica de las obras de estos años —“Esclava en el mercado”, “Santa Teresa” y “Desesperanza”— constituyen un testimonio de la lucha interior que sostiene la artista, dividida entre sus deberes familiares y su carrera artística. Ello se ve agravado por la falta de un hogar estable y sus continuos desplazamientos entre París, donde reside con su esposo e hija, y Berlín, donde su padre cumple un nuevo período como diplomático.
El conflicto conyugal estalla y también el conflicto psicológico de la escultora, quien pasa largas temporadas en lugares de reposo para mejorar sus “nervios”, como se denomina en esa época al estado anímico. Recuperada, cae enfermo el padre en Berlín, y Rebeca Matte se establece allí para cuidarlo. El clima intelectual que se respira en la capital alemana es marcadamente pesimista, ante el belicismo del Imperio y los fracasos para instaurar la paz. Se percibe que Europa, como civilización, declina y está a las puertas de la decadencia. Estas preocupaciones quedan plasmadas en los bronces que realiza en Berlín: “Crudo invierno”, “Un vencido” y “Hamlet”.
Con la muerte de Augusto Matte, en febrero de 1913, la artista abandona Berlín y se establece en Florencia, junto a su hija Lily de 11 años, en un “villino” de la vía Faentina. Su esposo regresa a Chile para dedicarse a la política y viajará todos los veranos para estar con su familia. La ciudad del Arno acoge a Rebeca con sus tesoros artísticos. El halo prístino de sus pintores “primitivos”, la presencia del Dante y Miguel Ángel, la actualidad del tema patrimonial, del coleccionismo y la musealización, y la existencia de una elite intelectual cosmopolita y cultivada, que restaura y actualiza antiguas viviendas para mantener la tradición, seducen a Rebeca Matte.
En Florencia concluye la escultora, a fines de 1913, el primero de sus grandes monumentos, gestado en los días de Berlín imperial y el pangermanismo belicista, al que premonitoriamente titula “La Guerra”. Es instalado en los idílicos jardines del “Palacio” edificado para sellar la paz entre las potencias europeas, como contribución del gobierno de Chile a esta causa, en el verano de 1914, momento en el que estalla el conflicto. A pesar del clima de angustia que se vive en toda Europa y del ingreso de Italia a la guerra en 1915, Rebeca Matte viaja y trabaja intensamente durante este período, el más productivo de su vida.
Su amor por la naturaleza, el paisaje y la vida retirada de la densidad urbana la han decidido a adquirir una villa antigua en las colinas de Fiésole, en medio de un anfiteatro montañoso que circunda Florencia y desde donde se goza de una vista privilegiada de la ciudad. La restaura, acondiciona e instala allí un gran taller, donde transcurre su jornada. La extraordinaria acogida de “La Guerra” entre la crítica especializada florentina y el respaldo de las asociaciones artísticas internacionales la motivan a continuar creando. La Academia Latina de Ciencias, Artes y Bellas Letras de París le otorga, en 1914, el Diploma de Miembro de Honor. Asimismo, le llegó el reconocimiento de parte de la Sociedad Académica de Historia Internacional, que la nombra Miembro de Honor en 1915. Las desilusiones y quiebres provocados por el conflicto y sus lecturas de los clásicos y la poesía simbolista, la motivan en la realización de dos mármoles de gran formato: “Ulises y Calipso” en 1915 y “Los ciegos” en 1916.
1917 es para Rebeca Matte un año de triunfos y realizaciones Una artista trágica como ella creaba sus más logradas obras en ese ámbito de absoluta devastación. Mientras los soldados italianos caen por miles en el frente véneto, concluye otro monumento que le ha encargado el gobierno de Chile, para conmemorar otro episodio dramático: el de los “Héroes de la Concepción”; la gesta de los héroes-niños, acribillados, mutilados y carbonizados en esa aldea de la sierra peruana el 9 y 10 de julio de 1882. Conjuntamente le llega el máximo reconocimiento institucional; la Academia de Arte y Diseño de Florencia —fundada en 1563 con la protección del duque Cosme de Medici, bajo la dirección del pintor y tratadista Giorgio Vassari, cuyo primer miembro fue Miguel Ángel— la nombra miembro. Es una de las primeras mujeres en la historia de la institución y no había hasta ese momento artistas chilenos ni sudamericanos que hubiesen recibido esta distinción.
Los desórdenes sociales en Italia con posterioridad a la conclusión de la guerra, hacen que la vida allí sea difícil para Rebeca Matte y su hija. Con todo, ella continúa trabajando recluida en su taller y realiza obras como “Silencio. Retrato de Ignacia Zañartu” y el pequeño bronce “Lasitud”. Otra gran tragedia adviene sobre Rebeca Matte en 1921. Su hija Lily, de 19 años, enferma de tuberculosis y debe ser trasladada al sanatorio de Leysin en Suiza. La artista se ve dividida entre sus funciones maternales y su carrera artística. Pero no vacila; la niña la necesita y acude a acompañarla.
Como no puede ascender a la montaña con los pesado materiales de su escultura, reparte su tiempo entre Suiza y Florencia, donde alcanza a concluir dos de sus grandes monumentos: “Dolor”, iniciado en 1913 a la muerte de su padre y que termina tras el fallecimiento de su madre, en 1922, y “Unidos en la gloria y en la muerte”, encargado una vez más por el gobierno de Chile, para donarlo a Brasil con motivo de su independencia. Una nueva etapa se abre en la vida de Rebeca Matte, dedicada no ya al cultivo del ideal artístico, sino a la práctica del mensaje cristiano de la caridad. Ha redescubierto el catolicismo de su infancia. Los enfermos y los abandonados son la nueva materia a la que dedica sus desvelos, como ella misma lo testimonia por escrito.
También la escritura —poesías, prosa poética, pequeñas oraciones y correspondencia— se le muestra como una nueva vertiente artística que actualiza la herencia intelectual del bisabuelo Andrés Bello. La muerte de su hija Lily en 1926, a los 24 años, es un golpe que la conmueve hasta los cimientos de su ser. Dotada escritora, Lily deja un interesante y conmovedor “Diario” y un tomo de poemas en francés, “Breve Chanson”, que su madre hace publicar en Milán.
En memoria de su madre y de su hija concibe una fundación de caridad que acoja en Chile a las niñas más desamparadas, “Los Nidos”, palabra que es para ella sinónimo de calor de hogar. Con la salud quebrantada viaja a Chile en 1927 para dar a conocer los poemas de su hija e inaugurar su fundación, proyecto en el que la secundan su marido y fieles colaboradoras. Permanece en la patria hasta comienzos de 1929. De regreso a su villa La Torrosa en Florencia, sola entre sus mármoles y enredaderas, ha podido exclamar: “Sufrirlo todo, para amarlo todo”.
Muere el 14 de mayo de 1929. Una ola de fervor y de admiración recorre a su patria. Se le tributan homenajes en Italia y en Estados Unidos. Es ya una figura artística de relieve universal, que en Chile adquiere las connotaciones de un mito: el mito de sus artistas que los países conforman para construir su identidad cultural. Pero el tiempo, el olvido o los cambios de gusto, pueden privar a una figura artística de su relieve e incluso borrarla del horizonte cultural de un país.
Es un deber de justicia rescatar a Rebeca Matte y su arte, un deber con su personalidad y su obra, con una artista notable, una mujer extraordinaria, cuya concepción de la belleza traspasa el contexto estético para volcarse hacia el ámbito moral; al heroísmo, al amor, a la caridad. He ahí el mensaje de Rebeca Matte, que sus manos de mujer han transmitido íntegro: en sus mármoles, en sus bronces.