Se cumplieron 550 años de la muerte de este orfebre alemán, reconocido como el padre de la cultura impresa, gracias a su invento de la imprenta con tipos móviles, que permitió reproducir textos con gran velocidad y bajo costo. Hoy, muchos teóricos afirman que la era de Gutenberg está llegando a su fin.
En su discurso para la Academia Italiana de Estudios Avanzados en Estados Unidos, en 1996, Umberto Eco recordó una historia relatada por Platón en Fedro: cuando Hermes –creador de la escritura según la mitología griega– le presentó su invento al faraón Thamus, este reaccionó con preocupación: la gente ya no estaría obligada a ejercitar la memoria, sino que confiaría ese registro a un objeto externo a su mente.
Efectivamente, la cultura escrita desplazó a la cultura oral, que se basaba en la memoria para la transmisión del conocimiento. Se trató de un avance: a través del habla y las prácticas –de rituales a domésticas– solo se podía comunicar un número limitado de contenidos; la escritura permitió multiplicar los tópicos de los que se podía dejar registro y así permitir que muchos más lectores accedieran a esos temas. Sin embargo, el crecimiento de ese acervo cultural contenido en textos manuscritos fue lento durante siglos, porque exigía el trabajo de escribas o copistas que transcribían manualmente cada texto. La cultura escrita necesitaba un mecanismo de reproducción diferente.
El teórico de la comunicación Marshall McLuhan llamó “la galaxia Gutenberg” al mundo que surgió y se desarrolló al amparo de la imprenta que este orfebre alemán construyó hace casi seiscientos años. Su innovación fue crear tipos móviles: bloques de madera con las letras en metal que podían ser ordenados para dar forma a palabras y así generar frases, párrafos, páginas completas. Las líneas quedaban comprimidas en una horma, se les aplicaba tinta y luego el bloque era presionado contra la hoja de papel, tantas veces como se quisiera. Una vez terminada la impresión, los tipos eran reorganizados para continuar con la página siguiente. Explicado así parece un proceso engorroso y lento, pero lo que existía antes era menos eficiente: la impresión xilográfica, es decir, con planchas de madera en que se tallaban los textos. Cada plancha servía para un número limitado de impresiones, ya que el tallado se iba desfigurando con la presión. El ingenio de Gutenberg se tradujo en un proceso más barato y sencillo para reproducir textos, lo que desencadenó el desarrollo de una nueva industria, de una nueva cultura y, como afirmó McLuhan, un nuevo hombre: el homus tipograficus.
La invención de la imprenta se dio en paralelo con la modernización en los métodos de elaboración del papel, que también resultó ser cada vez más barato. La combinación de la tecnología y los insumos eliminó la gran barrera que impedía que los libros –y por ende, el conocimiento– fueran de acceso directo para la población. Faltaba, claro, que la gente supiera leer: la alfabetización fue el siguiente paso. En su libro La galaxia Gutenberg, publicado en 1962, McLuhan describió el mundo de la comunicación escrita como un espacio lineal, frío, racional, y anunció que ese universo sería superado por la cultura visual surgida desde el cine y, especialmente, la televisión. McLuhan pronosticó que estos medios audiovisuales harían que el ser humano retornara al mundo cálido, emocional, simultáneo de sus orígenes, de modo que todo el planeta se transformaría en una aldea global.
Con el paso de las décadas, muchas de sus predicciones se cumplieron, pero la cultura impresa no desaparecía: los diarios y revistas convivieron en relativa armonía con la radio y la televisión, y cada uno se fue especializando en lo que le era propio: los impresos en el análisis y la información dura; el audiovisual en la emoción y el entretenimiento. La industria de los libros seguía creciendo. Parecía que, después de todo, la galaxia Gutenberg seguiría en pie. Sin embargo, a partir de 1980 comenzó a masificarse el uso del computador personal y poco después se expandió el acceso a Internet, la red virtual que reconfiguró todo el sistema de comunicaciones en el mundo, provocando una crisis en la industria de medios que hasta hoy solo parece profundizarse.
Extinción versus cohabitación:
Si bien ha sido este siglo el escenario de la disputa entre los apocalípticos y los integrados –citando a Eco– frente a a la extinción o mutación del libro impreso, hay que remitirse más atrás para encontrar la génesis de la virtualidad del libro no físico. Hay quienes podrían leerlo con un acento en lo irónico, ya que fue bajo el alero del Proyecto Gutenberg que apareció, hace cuatro décadas, el primer libro digital. Fue la iniciativa de Michael Hart de volver disponibles a los clásicos de la literatura a quien tuviera un terminal de computador para acceder a ellos.
Mucha tinta, o más bien bits, ha corrido desde entonces, transformando no solo al libro, sino también a los lectores. La estudiosa del aprendizaje lector infantil Emilia Ferreiro lo ha dicho claramente: “No vamos a entender nunca el desarrollo del niño si partimos nuestras hipótesis como usuarios de un sistema alfabético”. Y es que el libro como relato unitario e indivisible, el que partía y llegaba a su fin entre dos tapas, se encuentra en retirada. En eso, Roger Chartier disiente de la postura de Eco, porque si por un lado el libro es un objeto material, si estamos en un mundo digital ese concepto desaparece. La idea del italiano de que el libro contiene un discurso total se viene abajo cuando el soporte físico no existe y aparece un “alma” virtual que a veces, y cada vez más hoy, se lee y entiende de forma fragmentaria.
Como comentó Chartier en una entrevista cuando visitó Chile: “A menudo se compara la revolución digital con la invención de la imprenta, en el siglo XV, lo que no me parece adecuado. Gutenberg inventó una nueva técnica para reproducir textos, pero su invención no transformó la forma del libro: antes y después estuvo compuesto por pliegos, hojas y páginas, definiendo gestos y prácticas de lectura que son los mismos desde los comienzos de la era cristiana. Ahora, ¿se debe comparar la revolución digital con la invención y la difusión del códice, que sustituyó a los rollos? Acá, es el soporte de los textos lo que cambia: no se puede hojear un objeto sin hojas, no se puede hacer índices para un libro sin páginas”.
Contra todo pronóstico en extremo pesimista, el libro de papel ha cohabitado sanamente con el digital en este siglo que corre. Ha sido más una evolución que una revolución –con mucho ensayo error entre los impulsores de lo digital a ultranza–, en la que el texto a la Gutenberg se lee, efectivamente, de otra forma fuera del papel, pero sin dejar de ser el sustrato de un nuevo ecosistema del libro. Uno que Jean-Francois Fogel, autor del libro La prensa sin Gutenberg, describe así: “Yo creo que es una idea que hay que guardar: el texto al pasar del papel a la pantalla no gana nada, pero el texto al pasar del sistema cerrado del papel al sistema abierto, a toda una biblioteca de todo el mundo virtual en el soporte digital, va a significar otro libro, y esta es la promesa y el interés que tenemos en este cambio. Es decir, que no vamos a tener solamente el libro digital, sino toda una biblioteca detrás del libro cada vez que miremos una página en el mundo digital”.
Una biblioteca inextinguible, una Galaxia Gutenberg en la cual toda clase de textos no han dejado de orbitar hasta el día de hoy. Puede que haya quienes crean, como el mítico y desconfiado faraón Thamus, que la inmediatez del acceso a toda esta información en la nube sea algo que atente contra el ejercicio de la memoria. Esa es una buena idea, como para escribir un libro