El dolor es una de las realidades más conflictivas de la experiencia humana ya que desafía nuestro sentido de búsqueda de paz y de felicidad. El hombre tiende naturalmente a la felicidad, pero el dolor y el sufrimiento parecen querer enturbiarla. Muchos consideran, incluso, que esa presencia del dolor hace que la vida carezca de sentido y tratan de erradicarlo de sus vidas, pero con poco éxito. Y es que el dolor es parte constitutiva de la naturaleza humana. Es algo intrínseco a nuestra condición, a nuestra naturaleza de seres cognoscentes finitos, a nuestra naturaleza de seres libres compuestos de cuerpo y alma racional.
No se puede excluir el dolor y el sufrimiento de la vida humana, sin suprimir la vida humana misma, puesto que sufrimos por ser lo que somos. C.S Lewis se plantea la posibilidad de un mundo en el que no exista el dolor y afirma: “Esa clase de mundo sería de tal naturaleza que haría imposible los actos injustos, pero, por lo mismo, el libre albedrío quedaría anulado”.
En efecto, suprimir el dolor supone suprimir de la vida humana la libertad y, con ella, ciertamente que evitaremos que nos hagan daño, sin embrago, suprimiremos también el amor humano, la donación libre y voluntaria de la propia persona a los demás; suprimir el dolor supone excluir los sufrimientos padecidos voluntariamente con la finalidad de conseguir lo que amamos, aquello con lo que soñamos, como puede ser la obtención de un título, la adquisición de un saber, una saludable constitución corporal, etc. Para todo lo cual se requiere de un sacrificio, de un esfuerzo, de más de un sufrimiento. Y es que en esta vida todo lo que vale la pena exige nuestra cooperación esforzada y muchas veces dolorosa.
Pero, qué sucede con aquellos dolores que no hemos querido voluntariamente, aquellos dolores que se presentan a nosotros muchas veces como carentes de sentido y que nos desgarran en lo más profundo de nuestro ser, como puede ser la pérdida de alguien que amamos, el sufrimiento de un niño inocente, una enfermedad que no tiene su causa en la propia persona, el desprecio injustificado, el desamor, la pérdida de todo lo que uno posee después de años de esfuerzo a causa de una catástrofe natural, etc. Estos dolores son sobre todo aquellos que nos hacen levantar nuestra mirada al cielo e inquirir a ese Dios que es Infinita Bondad con la pregunta ¿por qué? ¿por qué yo? ¿por qué ahora? ¿cuál es el sentido de este dolor?
La razón humana no es suficiente para responder completamente a este misterio, es algo que le escapa, que la enmudece, pero que la dispone para recibir una revelación sobrenatural y poder responder auxiliada por la luz de la fe. Sin embargo, aún cuando se encuentre sentido al dolor, desde la razón natural o desde la fe, el dolor no cesa. El dolor sigue ahí punzando, entorpeciendo el caminar como una piedrita en el zapato; sigue ahí, haciendo más lenta nuestra actividad, quitándole la completa perfección que debería tener. De allí que muchos suelen preguntar por recetas, por técnicas, por remedios, para aliviar el dolor. Por eso, creo que conviene recordar la enseñanza de Santo Tomás de Aquino sobre los modos de aliviar los dolores.
Lo primero que señala el Doctor Angélico, siguiendo a Aristóteles, es que toda delectación, todo deleite o placer es un remedio para mitigar la tristeza. Si el placer es especialmente intenso contribuye a alejar el sufrimiento. Y es que el placer es “cierto reposo del apetito en el bien conveniente”, mientras que el dolor supone lo contrario, es decir, la afección del apetito por un mal. No dice que el placer o deleite suprime el dolor sino que en tanto que el apetito se une a un bien conveniente, ese dolor, el mal que afecta al apetito se mitiga. De manera que aquel que sufre encontrará cierto alivio en realizar actividades que le sean placenteras, como el disfrute de una buena película, actividades deportivas, paseos que le distraigan, la práctica de algún hobbie que le sea de especial deleite, etc.
Ahora bien, esta enseñanza podría suponer que cualquier placer es lícito y saludable para alejar la tristeza. No obstante, Santo Tomás se encarga en precisar que aun cuando los placeres ilícitos, esto es, los placeres que tienen su causa en un mal moral, verdaderamente alejan y mitigan la tristeza en el presente, la causan en el futuro, “en cuanto los malos se arrepienten de los males de que se alegraron”. Es común ver a muchas personas que sufren, evadirse o refugiarse en placeres intensos, como el alcohol, las drogas, la promiscuidad sexual, etc. Sin embargo, estos mismos, no solo sufren de dolores físicos y malestares consecuencia de los placeres mencionados, sino sobre todo, se contristan por cuanto se han degradado como personas, agravando su sufrimiento.
En segundo lugar nos enseña Santo Tomás que el dolor y el sufrimiento se mitigan con el llanto. Tanto las lágrimas como los gemidos alivian naturalmente la tristeza debido a que permite exteriorizar aquella pena contenida que está causando el dolor. Todo lo nocivo que se guarda en el interior, dice el Aquinate, aflige más, “pues la atención del alma se concentra más sobre ello, pero cuando se manifiesta al exterior, entonces la atención del alma en cierto modo se desparrama sobre las cosas exteriores y así disminuye el dolor interior”. El llanto es un modo de exteriorizar, de quitarle un peso al alma que está siendo atribulada. Al volcarse sobre el exterior disminuye la carga y se alivia el dolor. De ahí que también alivie, por ejemplo, escribir acerca del dolor que se padece, contar las propias penas, incluso a desconocidos, porque suponen un desprendimiento, aunque sea momentáneo, del propio sufrimiento.
Pero además, agrega Santo Tomás, el llanto alivia el dolor porque “la operación que conviene al hombre según la disposición en que se encuentra siempre es deleitable”, y el llanto es el efecto o la consecuencia natural del dolor o la pena. El llanto es conveniente a la persona que sufre y no así la risa. Por eso nos duele, nos entristece, si nos reímos en circunstancias en las que deberíamos llorar, puesto que estaríamos haciendo algo impropio. Llorar es lo propio de quien está sufriendo y por eso deleita, agrada, realizar la operación conveniente. Pero si tal como lo señaló anteriormente: todo placer aleja de la tristeza, le es posible concluir que el llorar también alivia el dolor.
En tercer lugar, como buen filósofo, señala Santo Tomás que la contemplación de la verdad es otro remedio para el dolor. Para comprender esta afirmación es necesario entender que para el Aquinate la felicidad perfecta consiste en la contemplación de la Verdad que es Dios, contemplación de la que se sigue un máximo deleite. En esta vida presente la contemplación de las cosas divinas son, por tanto, causa también de gozo y, por consiguiente, causa de que las tristezas se alivien. Y más se mitiga la tristeza cuanto más se ame la sabiduría. Pero sobre todo, enseña Santo Tomás, que el conocimiento de la verdad sobre las cuestiones últimas y fundamentales de la vida, permite incluso mantener la alegría en las tribulaciones porque se espera con serenidad la felicidad futura. Y pone el ejemplo del mártir Tiburcio quien andando con los pies desnudos sobre carbones encendidos afirmaba: “Me parece que camino sobre rosas en el nombre de Jesucristo”.
En cuarto lugar Santo Tomás, siguiendo la premisa inicial de que toda tristeza se mitiga con un deleite, nos enseña que son excelentes remedios para el dolor los baños y el sueño. Ambos se ordenan a reestablecer el orden en la naturaleza corporal. El dolor y la tristeza contrarían el movimiento vital del cuerpo, generan un cansancio no sólo anímico sino que también físico. De allí que el baño y el sueño permiten recuperar fuerzas, brindar deleite y así mitigar la pena. De hecho, según algunos, la palabra baño tiene su origen en el término griego valanion, que significa “echar fuera la pesadumbre, el malestar”. Con respecto al sueño, nos recuerda a San Ambrosio que decía que “el sueño reestablece los miembros debilitados para el trabajo, alivia las mentes fatigadas y libera a los angustiados de su pena”. Y a San Agustín quien dice en sus Confesiones: “Me dormí y desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor”.
Finalmente, el remedio que considero más importante y fundamental en el alivio del dolor, tanto exterior como interior, de los que nos propone Santo Tomás, es la compañía y compasión de los amigos. El amigo que acompaña y se conduele con quien sufre, se vuelve una fuente inmejorable de consuelo y de alivio, mejor que cualquier analgésico o pastilla tranquilizadora. Esto porque, tal como lo ha señalado antes al hablar del llanto, el dolor es una carga, pesa, y el que sufre quiere precisamente liberarse de esa carga. Pero cuando alguien se da cuenta que otros, por amor, sufren con él “se hace como una ilusión de que los otros llevan con él aquella carga, como si se esforzaran en aliviarle del peso, y, por eso, lleva más fácilmente la carga de la tristeza, como también ocurre en la transportación de las cargas corporales “. Pero sobre todo, la compasión de los amigos alivia y es remedio para el dolor interior, en tanto, si los amigos sufren y se contristan con quien padece el dolor, éste “entiende que le aman, lo cual es deleitable”, y tal como lo he señalado al comienzo, todo deleite aleja y mitiga el dolor. Pero este es un deleite especial, porque amar y saberse amado es lo que hace que la vida tenga sentido, de tal modo, que aún sufriendo, aún con el dolor que se padece, pero con la convicción de contar con amigos, fortalece la esperanza de seguir adelante.