Leer La Guerra y la Paz es empaparse del espíritu de un hombre que, sabiéndose depositario de un urgente anhelo de verdad, quiso consagrar a él lo mejor de su vida, consciente de la presencia de un sentido superior que todo lo transfigura.
La lectura de La Guerra y la Paz nos abre de manera entrañable al turbulento laberinto de la Rusia de comienzos del siglo XIX, un país desangrado por el enfrentamiento con las fuerzas napoleónicas cuyo impacto, más allá de lo político y militar, se dejará sentir también en el mundo del pensamiento. Y es que Napoleón representaba a la modélica Francia, la de Voltaire, Rosseau y la Revolución, cuyos ideales ilustrados, recepcionados por los jóvenes de aquel entonces, acentuarán la fractura que comenzaba a insinuarse en el corazón de la cultura rusa y cuyas oleadas se extenderán por decenios. Y es que, por un lado, asomarán los defensores del terruño, amantes de tradiciones ancestrales vinculadas a un mundo semi feudal, en extinción, teñidos por un apasionado e insoslayable misticismo y en una devoción casi mesiánica por el papel salvador de Rusia y, por otro lado, los adalides del advenimiento de las ideas progresistas de la ilustración europea, con su crítica del absolutismo monárquico y su fe secularizante en la ciencia y en el rol protagónico del hombre como artífice de su destino, un hombre ya desencadenado del oscurantismo de la religión.
Cuando La Guerra y la Paz fue publicada, hacia 1862, el enfrentamiento entre esas dos visiones, representadas por eslavófilos y occidentalistas, estaba en su apogeo. Su pulso y su peso se dejará sentir en la obra de autores tan importantes como Herzen, Bakunin o Bielinski, por no hablar de los movimientos artísticos, políticos y sociales que comenzarán a irrumpir a partir de la segunda mitad del siglo, incluyendo a anarquistas y nihilistas. Turgeniev dibujará muy bien este flujo y reflujo de visiones entrecruzadas en su obra Padres e hijos, asociándolo además al choque intergeneracional; Dostoiewsky, más tarde, en los Endemoniados, hará escalar el conflicto a dimensiones espirituales y metafísicas de un alcance insospechado. El gran mérito de La Guerra y la Paz fue ambientar los orígenes de esta pugna, a veces soterrada, a veces visible, en el entorno de dos familias nobles –los Rostov y los Bolkonski–, y en los avatares y derroteros de dos personajes extraordinarios –quizá los más logrados de Tolstoi–, que plasmarán con sus ideas y con sus vidas el choque de toda una generación que asiste al derrumbe de una sociedad basada en certidumbres heredadas, anacrónicas: Andrei Bolkonski y Pierre Bezujov. Ellos son los protagonistas indiscutidos de la trama; incluso podría afirmarse, sin temor a exagerar, que el pulso narrativo de la obra, sus episodios y digresiones, su generoso número de personajes que van y vuelven, que aparecen y desaparecen, son solo el decorado que enmarca el decurso de estas almas unidas por un sinnúmero de afinidades electivas, que se profesan una admiración devota basada en una amistad inquebrantable, atizada por la búsqueda de los grandes sentidos que hacen de la vida una aventura digna de vivirse. Ese lazo afectivo hará las veces de círculo hermético, reforzado más tarde por una mujer que estará unida al destino de ambos: la entrañable Natasha Rostov. Ignoro cuánto de autobiográfico encierran estos personajes en relación al propio Tolstoi, pero hay ciertos rasgos que hacen verosímil conjeturar, sino la filosofía misma de Tolstoi, al menos una máscara bastante acabada.
Leer La Guerra y la Paz es empaparse del espíritu de un hombre que, sabiéndose depositario de un urgente anhelo de verdad, quiso consagrar a él lo mejor de su vida, consciente de la presencia de un sentido superior que todo lo transfigura. Las miradas contrapuestas que despiertan las guerras napoleónicas en el alma de su país, plasmadas con pinceladas agudas e inolvidables en este libro, serán también, sospecho, las del propio autor, que elogió y fustigó el progreso, que saludó los ideales libertarios pero que defendió al mismo tiempo el espíritu de la aldea y fue un enamorado ardiente de Dios. Anarquista insobornable y cristiano devoto, luchando por conjugar la literatura con la vida bajo la luz de un amor apasionado, dispuesto a todo, sin límites.
Cuando Andrei Bolskonski está por morir dice: “¿El amor es la negación de la muerte; el amor es la vida; todo lo que comprendo solo lo comprendo a través del amor. Todo reside en él. El amor es Dios, y morir es el retorno de una partícula de amor, que soy yo, a la fuente universal y eterna”. Esa frase, de una belleza poética insuperable, no sólo representa el mejor retrato de la filosofía tolstoiana: es, creo, la cifra que resume el itinerario de viaje de un libro como este, que va mucho más allá de ser una novela, para transformarse, con toda justicia, en un manifiesto de la belleza impostergable de la vida.