“Si el hombre cumpliera sus sueños de vivir en un mundo donde tuviera todo lo que necesita, es decir, un mundo que no fuera miserable, lejos de ser feliz, se vería invadido por el tedio, el aburrimiento y el hastío. Y solo en la medida en que en su vida se viera presente de nuevo la carencia, escaparía de la monotonía”. Schopenauer
¿Por qué hablar de felicidad nos produce tristeza? ¿De donde viene esta amargura que le sigue como una sombra? Pareciese que la felicidad no puede ser más que un punto suspensivo, un paréntesis. Recordemos que Madame Poussin, en Sodoma y Gomorra de Proust, tiene el sobrenombre de “No me dirás novedades” porque ella no cesa de advertir a sus hijas de los males que les esperan y que la felicidad no tiene más certeza que la amenaza de su extinción. “En el corazón mismo de los placeres, nos recuerda Lucrecio, surge algo amargo que, en el seno mismo de la delicia, permanece en la garganta”. La experiencia de la felicidad es inseparable del temor de que esta felicidad se acabe. Todo hombre feliz es entonces un hombre en sobre aviso: la felicidad desaparece desde que éste toma conciencia de su condición feliz. O más claro aún, ¿tomar conciencia de que somos felices no es ya el comienzo de su ausencia? La felicidad entonces, como el amor, es carente de lucidez o no lo será. Saberse feliz es desear que dure. Y, desde el minuto que deseamos que la felicidad dure, ya hemos dejado de serlo. Deseamos ser felices y luego, desde que creemos que hemos comenzado a ser felices, en ese instante preciso, la felicidad ya se ha esfumado. Ella esta hecha de instantes como lo recuerda Borges en su poema homónimo. Muy íntimamente cada uno de nosotros lo sabe: la felicidad es efímera. Tal es su extraña naturaleza.
En nuestras vidas cotidianas a veces tenemos la sensación que la felicidad esta asociada a las vacaciones. Y esta asociación no es arbitraria. Como las vacaciones, la felicidad no es más que un intervalo o interludio en la regularidad de los calendarios y programas que ordenan el tiempo bajo el signo de los compromisos y obligaciones. Dicho de otro modo, la felicidad es un remanso, un paso al costado en el flujo previsible de acontecimientos que administra nuestra agenda cotidiana. Contra el privilegio del orden, la felicidad revindica una cierta excelencia del desorden.
Asimismo la felicidad tiene esta curiosa condición de ser el del sufrimiento. Si nos esforzamos en buscar la felicidad, ello se debe a que la vida también puede estar llena de miserias. Este riesgo pende como una espada de Damocles que motiva su búsqueda. Como la cara opuesta de una medalla, la felicidad esta bajo amenaza constante de la miseria. Pero como su anverso, la miseria esta iluminada por la esperanza de la felicidad. Así es posible constatar una extraña paradoja: la felicidad supone, como una exigencia, ser infelices. Procuraríamos ser felices si el placer de existir no estuviera bajo la amenaza del dolor? Schopenauer nos recuerda las consecuencias que tendría una felicidad eterna donde no conociéramos dolores ni contratiempos: “Si al hombre le perteneciera la vida eterna, al paso del tiempo optaría por preferir la nada, ya que por su propia disposición ésta le llegaría a parecer un tormento monótono, aburrido y absurdo. Del mismo modo, si el hombre cumpliera sus sueños de vivir en un mundo donde tuviera todo lo que necesita, es decir, un mundo que no fuera miserable, lejos de ser feliz, se vería invadido por el tedio, el aburrimiento y el hastío. Y solo en la medida en que en su vida se viera presente de nuevo la carencia, escaparía de la monotonía”.
Sea en la forma de la esperanza o del recuerdo, la temporalidad de la felicidad no tiene la forma del presente. Dicho de otro modo, no es posible “hacer presente” la felicidad sin que, en este acto mismo de conciencia, dejemos de serlo. La felicidad vive entonces de esta extraña condición de semi-conciencia. Un “presente en movimiento”. Tenemos la sensación efímera, pasajera de ser felices, pero no queremos pensar mucho en ello por temor a que esta sensación se esfume. De suerte que la felicidad suele estar acompañado siempre de este temor de su partida. Cada vez que declaramos ser felices, que la poseemos, en ese instante la felicidad ya se esta esfumando. De alguna forma lo sabemos: la naturaleza de la felicidad es tímida.
Nunca sabemos exactamente “qué” nos hace felices… El pleonasmo de la felicidad encierra así una contradicción: la certitud que ninguna satisfacción es durablemente satisfactoria. La felicidad está acompañada del luto, de una inquietud del alma que nunca logra esfumarse: el temor de saber que la felicidad no estará allí para siempre. El sentimiento de la felicidad está de este modo acompañada por su media hermana: la nostalgia de que dejaremos de ser felices: en este preciso instante que somos felices, ya estamos dejando de serlo. Es quizás sensato entonces que los postulados del eudaimonismo (o filosofía ética de la felicidad) reposen sobre supuestos racionales que… no tienen nada de felices. De hecho el poeta clásico Horacio en su exhorto famoso –Carpe Diem- nos llama a aprovechar al máximo estos momentos efímeros que llamamos felicidad. Por su parte Diderot busca toda la felicidad de la que es capaz porque estima que el mundo carece de sentido. Y Montaigne opta por buscar la felicidad justamente porque su amigo más íntimo ha muerto. Como un elogio a la vida contra la muerte, la felicidad tiene este carácter de libertario, de resistencia, de orden de lucha del espíritu contra los avatares amargos de la vida.
Sin embargo, Kant estima que la felicidad es un ideal indigno del hombre. Y es así porque la felicidad es de carácter empírico y relativo a cada individuo por lo que carecería de la universalidad valida para toda la humanidad propia a un imperativo moral. No obstante, la filosofía práctica de Kant también descansa en la búsqueda de sentido para nuestras vidas. Tan sólo que tal orden de sentido no se resuelve en la felicidad. De golpe Kant nos formula en revancha una característica de la felicidad: por oposición al éxito, como medida convencional que se impone a nosotros en nuestra vida en sociedad, la felicidad esta asociada a una experiencia excepcional y subjetiva de realización personal. De tal modo que cualquier proyecto político que busque lograr una felicidad colectiva caería inevitablemente en una forma de totalitarismo. Nuestra Constitución política fija al Estado la tarea de asegurar las condiciones materiales y espirituales para que cada ser humano logre su mayor realización personal, sin que ello implique que el Estado deba lograr la felicidad personal de los habitantes de la República. Lo último es simplemente imposible.
Como fuese, las dificultades de la felicidad, ¿implica que debamos renunciar a ella? Spinoza nos previene que “todo lo hermoso es tan difícil como raro”. Y Séneca en su texto “De la brevedad de la vida” nos enseña a que punto nos pasamos una gran parte de nuestra vida a perder la vida. Pero nos equivocamos en creer que la vida es breve. Ella se revela de una riqueza infinita a aquel que sepa usarla. Así es justamente por su condición efímera y volátil que amamos la felicidad y la deseamos. Perdonémosle entonces su carácter extraño y vanidoso. Disfrutemos entonces del raro fruto de la felicidad, a pesar de que siempre el último bocado será amargo. Y debe ser así, porque para la felicidad debe haber un último bocado donde ella ya estará ausente. Aquellos que huyen de la felicidad son entonces como aquellos que se suicidan por temor a morir o aquellos que se enamoran por temor a amar: No se puede huir de la felicidad sin encontrarla. Y no se puede encontrar la felicidad sin perderla.