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El alma del Arte Victoriano

John Ruskin (1819-1900) fue el mayor crítico de arte en la Inglaterra del siglo XIX. Su influencia estética en el ambiente victoriano favoreció el llamado revival neogótico, que apoyado en la nostalgia romántica por el mundo medieval, encontró especialmente su ámbito de difusión en Inglaterra.

Boceto de John Ruskin 

La infancia y juventud de Ruskin fueron muy particulares. Su padre fue un próspero comerciante de vino de Jerez y su madre una severa evangélica. Vivió su infancia en una mansión en las afueras de Londres recibiendo una educación intensa pero excéntrica, sus maestros fueron sus propios padres y algunos tutores privados, nunca acudió a la escuela. La religiosidad de sus padres escoceses se extiende en una estricta moral puritana en su único hijo, quien la cultiva en una constante lectura de los evangelios. Lo anterior, no obstante, favorece una profunda sensibilidad, que el joven John Ruskin desenvuelve a través de numerosos viajes por Gran Bretaña y Europa. Estudió en Oxford, donde con el tiempo será también maestro y hoy una Escuela de Arte lleva su nombre. Salta a la fama como crítico de arte, con sólo diecisiete años, defendiendo la obra nada menos que de Turner, a la postre el genio de la pintura inglesa.

La mente de Ruskin era aguda y compleja, tres de sus maestros venerados nos ayudan a componer líneas claves de su pensamiento: Del novelista Walter Scott recoge el medievalismo romántico; del poeta William Wordsworth una aguda percepción de la belleza de la naturaleza, y de su amigo y artista Joseph W. Turner, hereda una pasión por el ícono, por la representación, por la capacidad del hombre para reproducir e interpretar el mundo a través del arte.

Dibujo de Ruskin en íntimo contacto con la Naturaleza

Los gustos de Ruskin fueron románticos, aunque también científicos, pero anti-clásicos. Ya en sus primeros viajes, y contracorriente a su época, estigmatiza el arte griego como pagano, anhelando descubrir el espíritu de Dios en las montañas al igual que en las ruinas góticas. Las imponentes montañas de los Alpes, tanto como las magníficas catedrales francesas, serán así su reiterada inspiración. Contempló, dibujó y escribió poemas en esos parajes. Su mirada artística, siempre activa y curiosa, estaba acompañada por el interés literario y por el estudio de la geología. Estas aficiones no fueron contradictorias, se reúnen en una etapa predarwiniana, ya que por entonces no conducían a la duda, sino que explicaban todas las bondades y maravillas del mundo creado por Dios.

Lo destaca Pintores modernos, ensayo estético muy personal, que lanza sus dardos críticos contra la pintura europea post renacentista, sometida a rígidas fórmulas, infieles a la naturaleza y por lo tanto, para él, aborrecible. Los maestros del paisajismo neoclásico, Poussin y Claude Lorraine, son el centro de sus ataques y, en especial, “el patente e insulso veneno del arte de Rafael”. Turner, en cambio, es el modelo de su nueva visión, de inusitada luz, fuerza y color, su pintura es bella, dirá Ruskin, porque es veraz.
Su precocidad en el manejo de las palabras, corre paralela a su destreza en el manejo del lápiz y es que, además de original e influyente crítico, Ruskin fue también un eximio dibujante. Sus dibujos se separan de los manuales, tienen la particularidad de no llenar el papel, de no ajustarse al rectángulo o al formato escogido, siempre quedan partes en blanco, rara vez enmarcó sus obras, sólo plasmaba lo que veía ante sí, no dibujaba de memoria, siempre lo hacía en contacto con el objeto o la naturaleza.

Dibujo de Ruskin de la ciudad de Friburgo 

Mientras el arte a mediados del siglo XIX seguía monopolizado por la Royal Academy, fundada y dirigida por años por Joshua Reynolds, Ruskin rompía los convencionalismos, y con ello, contra el neoclasicismo imperante, alentaba al grupo de jóvenes prerrafaelitas que renovarán la pintura inglesa con una mirada fresca y directa de la naturaleza y un no menor contenido poético y espiritual. Ruskin fue el padre intelectual y gran defensor de los prerrafaelitas, tanto de sus fundadores Rossetti, Hunt y Millais, como de los más tardíos, y no menos influyentes, Morris y Burne-Jones.

En los escritos de John Ruskin sus opiniones artísticas, literarias y sociales van muy relacionadas. Vincula así el trabajo con el arte y denuncia que la satisfacción que otorga la creatividad manual habría sido aniquilada por la repetitiva manufactura industrial. Ruskin señala su interés en un arte esencialmente moral, causa y reflejo de la sociedad: “Nosotros podemos manufacturar todo excepto los hombres”. El remedio para la alienación del trabajo industrial de su época, lo busca en el trabajo medieval que habría sido colectivo, intelectual y creativo, vinculado el trabajo artesanal, con un sello también indiscutiblemente libre y personal; en cambio, la repetitiva y exacta precisión de los productos de la industria moderna serían, en su opinión, indicaciones visibles de la degradación del obrero industrial. Lo gótico revelaba así una cultura en la que las artes y los oficios, el arte y la obra eran uno sólo. La avaricia, en cambio, fue el enemigo natural de la plenitud, y la cultura medieval muere, precisamente para Ruskin, con el nacimiento del mercantilismo, a finales del siglo XV, cuando el ansia de ganancias materiales habrían superado al amor de Dios y a la belleza de su obra. No extraña, entonces, que pretendiera reanimar los gremios medievales llegando a crear su propia Guilda de San Jorge en pleno siglo XIX.

Roslin Chapel, dibujo medieval de Ruskin 

Pero no fue un mero soñador que idealizara el medioevo, fue también hombre de acción, clarividente y vanguardista, que inspira y participa en la “Society for the Protection of Ancient Buildings”, con Carlyle, Holman-Hunt, y William Morris, entre otros. El contacto íntimo con los problemas que generaba el criterio de propiedad exclusivamente mercantil del capitalismo, provoca en este grupo la necesidad de generar conciencia del patrimonio cultural, y de la responsabilidad de las nuevas generaciones para mantenerlo. Las siete lámparas de la arquitectura, escrito por Ruskin, llega a ser un avanzado manifiesto de propaganda de conservación, en una época en la cual estas campañas fueron polémicas y agresivas. Ruskin aparece así como un medievalista de avanzada, un conservador de vanguardia, tal como lo reflejan sus palabras que valoran un sentido orgánico e histórico de la sociedad y sus edificios: “La belleza de las obras maestras del pasado contienen en su labor de ejecución las aspiraciones de otras generaciones, sus esperanzas, las vicisitudes de sus contiendas y la calidad de sus vidas…no son reliquias muertas, son inspiración viva y cálida para el presente, muestran profundas cualidades humanas que no se extinguirán jamás”. 

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