Si hay un rey que todos conocemos es a Arturo, famoso por su reino y sus caballeros. Pero, aunque decepcione a muchos, la realidad es muy distinta: Arturo nunca fue rey “de cota y espada”. ¿Por qué entonces ha llegado hasta nosotros envuelto en un aura de realeza? La respuesta está en la propaganda política de bretones y normandos. El rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda son un referente mental que ha sobrevivido a generaciones. Si bien no existió como tal en la realidad, se trata de un mito indestructible que nació como parte de una campaña política normanda para justificar su ocupación de las islas británicas.
Los orígenes del mito:
Arturo jamás fue rey. Ni siquiera vivió en la época en la que lo sitúa la leyenda. Aunque el “canon artúrico” nos presenta un rey del siglo XII, viviendo en una corte ideal regida por los valores de la caballería medieval, Arturo como tal no existió. Es cierto que hubo un héroe que inspiró la leyenda, pero este líder vivió en el siglo VI y respondió a las realidades de esa época; por eso, jamás fue un rey de cota y espada a la usanza del siglo XII. La gran pregunta entonces es ¿cómo este líder del siglo V que apenas podemos afirmar que existió, se convirtió en el gran rey modelo de los reyes medievales? Para poder contestar esta pregunta hay que remontarse a la época de las grandes invasiones de los anglos, los jutos y los sajones a la Isla Británica.
Tiempos caóticos:
Las islas estaban habitadas por los “britons”, de origen celta, quienes se romanizaron y se ajustaron al nuevo orden dado por la pax romana. Las legiones romanas eran las garantes del orden y de la estabilidad de la zona, y cuando el Imperio entró en crisis —especialmente debido a los ataques de los hunos desde el Asia central y los godos que atravesaron el Danubio y el Rhin—, los romanos tuvieron que retirar sus tropas de esas tierras lejanas para poder hacer frente a estas amenazas. Con la disminución de las tropas en Britania, los pictos —que desde el siglo II amenazaban la frontera norte de la Britania civilizada—, comenzaron a rondar el Muro de Adriano, que marcaba el límite norte del Imperio. Ante estas amenazas, la administración británica pidió refuerzos a Roma, pero fue en vano; en el siglo V, Roma, convulsionada por problemas internos, retiró en forma definitiva sus pocas tropas que aún permanecían en la Isla.
Este fue el comienzo del fin del orden y la estabilidad, y comenzó un periodo de anarquía y caos, que la historiografía llama habitualmente “The Dark Ages”, —“La Época Oscura”—, un periodo confuso y poco documentado, imposible de reconstruir con precisión por la escasez de fuentes. Sabemos que los britons volvieron a sus lealtades tribales, al tiempo que afloraban los caudillos en diversas regiones y que el norte fue invadido por los pictos, mientras los Irish invadían el oeste; al mismo tiempo, los caudillos regionales peleaban para obtener la soberanía. Fue en este contexto de desorden y desasosiego que se produjo la invasión anglosajona.
Amenazas externas:
Los anglosajones, oriundos de Dinamarca y del norte de Alemania, cruzaron el Canal de la Mancha para asentarse en el este de Britania, con la intención apoderarse de cada vez más territorios. En los habitantes de esta caótica Isla asediada por estos pueblos y gobernada por muchos caudillos locales, surgió pronto el ansia de ser liderados por alguien que lograra generar la unidad perdida tras el retiro de Roma. Entonces apareció Vortigern, quien se autodenominó Suburbus Tiranus y se impuso como rey de los britanos. Si bien alguna historiografía lo considera un rey traidor, y la leyenda lo muestra como una figura despreciable, la verdad es que fue un importante terrateniente del siglo V que logró dar unidad a este periodo de caos. La razón de esta “mala fama” fue que, mientras quienes pusieron sus esperanzas en él pretendían que defendiera a Inglaterra de los invasores, Vortigen se alió a los sajones y los invitó a instalarse a cambio de que pelearan a su lado contra los jutos y los anglos.
Las fuentes del periodo son pocas y poco confiables, pero existen. Gildas, por ejemplo, en su “Excidio Britanniae” critica a Vortigen duramente por esta acción: dice que se alió con el jefe de los Sajones, Hengist y les entregó a cambio de sus servicios tierra fértiles en el este. Gildas insiste que los sajones no quedaron contentos con lo que se les dio, por lo que se sublevaron y Vortigern habría muerto en un incendio. Nennio, quien en el siglo IX escribe una “Historia de los Britanos” bastante mítica, dice que la traición de Vortigern se debió a la lujuria, ya que se habría enamorado de Rowina, la hija del líder sajón, Hengist. Éste le habría pedido la provincia de Kent a cambio de su hija.
Historias aparte, lo cierto es que para el 488 d.C., Hengist y los sajones ocupaban gran parte de Inglaterra, y los tiranos británicos que se unieron para hacerles frente soñaban con un paladín. Entonces, surgió Ambrosio Aureliano: éste será el verdadero Arturo, el líder que hace frente a los sajones en Britania del siglo VI y que logra detenerlos por una generación. Recién en el siglo IX que Nennio dirá que este líder fue Arturo. ¿Y cuándo surge la imagen que hoy tenemos de Arturo?
Para tener el corazón del Arturo que hoy conocemos hubo que esperar hasta el año 1130, cuando Geoffrey de Monmouth escribió su “Historia de los Reyes de Britania” y creó al Arturo de nuestros arquetipos mentales, el rey medieval por excelencia, ejemplo de valentía y cristiandad. Tomando como base todo lo usable a Gildas, e inventando el resto con una creatividad magistral, Geoffrey propuso una historia completa de Arturo. Este libro fue un verdadero best seller de la época, y la gente dio por hecho que lo que allí se decía era verdad.
El cruce entre la Historia de Arturo y la Historia de Britania es la batalla de Badon Hill, una batalla crucial que dio origen a la leyenda artúrica. Antes de esta batalla, los sajones amenazaban con ocupar toda la isla, pero Badon cambió el curso de la historia. En ella, los britanos lograron emprender una ofensiva contra los Sajones, unidos bajo el estandarte de un caudillo guerrero. La batalla ya es citada por Gildas, nuestra fuente del siglo VI, y luego por Nennio en el siglo IX, y ambos autores coinciden en que, tras ella, se produjo un retroceso de los sajones y se recuperó la hegemonía britona por una generación. Según Nennio, si los sajones hubieran ganado hubiera sido el fin, pero los britanos, gracias a la ventaja de la caballería, le torcieron la mano a los sajones que luchaban a pie. Además, los vencedores habrían sido guiados por un gran jefe. La gran pregunta es, ¿ quien fue el líder de Badon? Nennio habla de Arturo, a quien se refiere como Dux belorum.
Hay muchas teorías acerca de quién fue este Arturo citado por Nennio. Algunos han querido identificar al líder de Badon con Artorius Casto, líder romano del siglo II, sin embargo, es poco probable. Otros lo identifican con Riothamus, rey briton que fue en ayuda de Roma en el siglo V, y cuyo marco de acción coincide con los viajes atribuidos a Arturo por Geoffrey. Nuevas teorías dicen que Arturo no sería un nombre, sino un estandarte de oso, ya que en gaélico “Arth” es “oso”. Por tanto, podría haber sido quien peleaba bajo el estandarte del oso del reino de Powys. Sea cual fuere el Arturo histórico, este renacimiento británico del siglo VI, organizado a la sombra de un jefe, no incluye ninguno de los arquetipos de la leyenda: no hay mesa redonda, ni Camelot, ni espada mágica llamada Excalibur.
La victoria no duró mucho: tras el triunfo parcial de los britones, los sajones se apoderaron de toda la isla; para el siglo VIII había reinos sajones en toda Britania. Los britanos fueron recluidos a Gales, Cornwailles, y el resto cruzó el Canal y pasó a Francia. Para el siglo X, los Sajones se consolidaron en la Isla como sí fuesen los pueblos nativos de la zona, creyéndose los formadores de Inglaterra y despreciando a los galeses. Por su parte, estos últimos añoraban las glorias pasadas, cuando dominaban la isla, y por eso la tradición popular cantaba las gestas del héroe de Badon. A principios del Siglo IX ya se retrataba a Arturo como una gran Leyenda: las familias galesas cantaban las glorias de este héroe, los príncipes de Gales recibían por nombre Arturo, y los Britanos en Francia también cantaban las glorias de Arturo. El rey mítico pasó a ser inmortal.
En el 1066, en las costas de Francia, surgió una fuerza militar liderada por el duque de Normandía que miraba a Inglaterra: los normandos. Éstos, herederos de los britones, no eran usurpadores; fueron los sajones quienes se asentaron en las tierras de los britones. El duque de Normandía, Guillermo, decidió revindicar a los britones, ayudándolos a recuperar lo propio, comenzando la reconquista de los territorios que les pertenecían. Es en este contexto que deciden revivir el mito Artúrico para usarlo como propaganda política.
Guillermo venció a los sajones en la batalla de Hasting. A partir de entonces, los normandos tenían que mantener el orden pero para hacerlo tenían claro que se necesitaba mucho más que tropas: tenían que mostrarse como gobernantes justos. Además, era necesario ser legitimados rápidamente por la Iglesia, pues los monarcas franceses, de la dinastía de los Capetos, reclamaban este trono. Por todo ello, los normandos dirigieron la vista a los guerreros que habían tenido que trasladarse a Francia en busca de una figura mítica que los validara; el mejor candidato era Arturo. En el siglo XII, Enrique I, tercer rey normando en Inglaterra, pide a un monje galés, Geoffrey de Monmouth, que escriba la historia oficial de Britania, incluyendo la edad de oro de Arturo. Entonces el monje reinventa a Arturo para consolidar el nuevo orden inglés. Este mito se dispersa por las cortes europeas, y Arturo pasa a ser el monarca ideal y modelo de la caballería perfecta.
Nace el relato del mito:
En tiempos de Geoffrey no se sabía nada del “Arturo Histórico”; sólo había permanecido la leyenda, a través de las tradiciones orales. Basándose en una serie de personajes históricamente comprobables, tradiciones, mitos orales, apoyado en la obra de Nennio, los Annales Cambriae y las recopilaciones de tradiciones populares galeses como el Mabinogion, y las poesías bárdicas de Taliesin y Aneurin, —además de mucha imaginación — Geoffrey reconstituyó la Era Artúrica, preparando la base para los relatos medievales posteriores. Por eso, no es exagerado afirmar que Monmouth es el creador del mito. Geoffrey fue un autor de gran importancia. Ganó el favor de Roberto I Duque de Gloucester y fue profesor de Historia de la Universidad de Oxford desde 1128 hasta 1139. Luego fue nombrado diácono de Llandaff, hacia 1140, y en el 1152 fue nombrado obispo de la abadía de Saint Aspa en Gales.
Su obra más reconocida, la “Historia de los Reyes de Britania”, pretendía narrar las vidas de los reyes británicos, desde Brutus el Troyano (mítico fundador del pueblo británico), hasta Caedwalla, rey de Gales del norte que reinó entre el 625 y el 634. La historia comienza con el relato de la llegada a Britania del legendario príncipe troyano Brutus, padre legendario de los britons. Después narra la historia de una serie de reyes que bien podrían no haber existido y a continuación hace hincapié en el periodo romano. Y luego, se acerca al corazón de la gesta artúrica. Sus narraciones continúan a principios del siglo V, cuando sitúa a Vortigern en el trono. Mormouth cuenta que el “usurpador” hizo un acuerdo con Hengist y Horsa, líderes de los sajones, pero estos últimos rompieron el pacto. Aislado en el norte, Vortigern pidió consejos a Merlín, quien le auguró que sería destronado por un rey de escasa edad. Aurelio Ambrosio lo hizo, pero murió pronto, y asumió su hermano Uther Pendragon, quien mantuvo a los sajones a raya y entabló estrechas relaciones con Merlín.
Uther celebraba la Navidad en su corte. Un año asistió a ella el duque de Cornwall, Gorlois, con su mujer, Igraine. Uther se enferma de amor por esta última y el duque, ofendido, se retira: estalla la guerra entre ambos. Merlín decide ayudar a Uther, y “convirtiéndolo” en Gorlois, consigue que entre al castillo de Tintagel y yazca con Igrain. De esta unión nació Arturo, quien fue educado por Merlín. El talentoso joven, ya adolescente, asumió el trono tras retirar una espada de la piedra; desde entonces mantuvo a los sajones a raya.
Geoffrey cuenta que Arturo conquistó Irlanda, Islandia y que incluso cruzó el Canal de la Mancha, haciendo importantes conquistas, que ninguna otra fuente menciona. También describe el matrimonio con Ginebra, y la espléndida corte situada en Caerlion upon Usk, en el límite sur de Gales. Finalmente, narra el fin de Arturo: emisarios romanos enviados por el Emperador Romolo Agusto llegaron a Camelot a exigir tributos, que Arturo se negó a pagar. Es más: organizó una expedición a Roma, dejando a Morded a cargo, pero este último intentó usurpar el trono y Arturo volvió a enfrentarlo. Entonces se produjo la fatídica Batalla de Camlan, en la que muere Morded y Arturo es herido.
La leyenda no termina con el relato de Geoffrey. Él es el primer eslabón de lo que será un relato imparable que responde a lo que Joseph Campell llama “mitología creativa”. Muchos aportarán desde entonces al relato, dándole nuevas dimensiones que permitirán construir todos los arquetipos mentales de este mundo ideal del rey ideal. Entre ellos cabe mencionar a Chretien de Troyes (siglo XII), Wace y Wolfram von Eschenbach (siglo XII), Layamon (siglo XIII), Sir Thomas Malory (siglo XV), Edmund Spenser (siglo XVI), y Lord Alfred Tennyson (siglo XIX), entre otros.
Hoy Arturo es inmortal. Aunque nació como consecuencia de una propaganda política de los normandos para legitimarse, la fuerza de lo creado superó la idea inicial. El mito Artúrico, y todo el canon legendario que lo rodea es hoy, una telaraña complejísima que sumada construye un mundo arquetipal perfecto, añorado y fascinante.