Hablar de “virtud” en nuestros días es algo bastante inusual. Es difícil incluso encontrar la palabra en el vocabulario de los padres, de los maestros y para qué decir, de los medios de comunicación. Ya en el siglo pasado, Paul Valéry, en un discurso en la Academia Francesa señalaba: “Virtud, señores, la palabra virtud ha muerto, o por lo menos, está a punto de extinguirse. A los espíritus de hoy no se les muestra como la expresión de una realidad imaginable de nuestro presente. Yo mismo he de confesarlo: no la he escuchado jamás”.
En el lenguaje cotidiano, “virtud” sugiere algo que tiene que ver con apocamiento o represión; la sola palabra evoca algo así como ñoñería, falta de alegría, ausencia de espíritu libre. Y si hablamos de “virtuoso” parece que hablamos de una persona llena de complejos, media amargada y triste, que no puede disfrutar de cosas que puede y debe disfrutar.
En el mejor de los casos, la palabra virtud ha sido reemplazada por la de “valor”, sin que nos demos cuenta que, según explica Nietzsche, esta voz ha sido introducida para relativizar el bien, de manera que lo bueno, es lo que cada uno “valora” como tal, perdiéndose de esa manera el auténtico bien. En este sentido, parece que la respuesta a la pregunta que nos planteamos es afirmativa, y por tanto, lo que mejor convendría es esforzarse en adquirir ciertos valores (los que cada uno considere) y vivirlos en libertad. Pero, sería ésta una respuesta apresurada que no hace honor al verdadero sentido de la virtud. Veamos por qué.
Cuando uno analiza en profundidad sus actos, descubre generalmente, que muchos de ellos distan de hacernos sentir orgullosos. Muchos de nuestros actos han provocado en nosotros el arrepentimiento, el deseo terrible de querer volver el tiempo atrás. Todos, sin excepción, queremos obrar bien, pero en varias oportunidades terminamos obrando mal. El mismo San Pablo expresaba esta realidad diciendo: “Veo el bien que quiero y hago el mal que no quiero”. La pregunta que podemos hacernos es ¿Por qué tendrá el hombre esa extraña capacidad de volverse contra sí mismo? ¿Por qué sabemos lo que es bueno y hacemos lo malo?
Lo que sucede es que hay en el hombre una disarmonía interior. Hay en nosotros una falla, una herida, que nos inclina a satisfacer nuestro egoísmo, nuestro orgullo y que hace más costosa nuestra felicidad. Lo que la razón nos dice que es bueno, a veces nuestras pasiones, lo ven como malo; y al revés, lo que la razón nos dice que es malo, a veces, nuestra pasiones, lo ven como bueno. Sé perfectamente, por ejemplo, que debo decirle la verdad a mi jefe, pero, se también que si se la digo, supondrá una sanción.
Pero no quiero soportar dicha sanción, por lo que para evitarla, le miento. La razón nos presenta la realidad en términos de bien y de mal, mientras que las pasiones, nos la presentan en términos de placer o dolor. Y si bien, hay cosas que son placenteras y son buenas; y hay cosas que son dolorosas y son malas; también es posible encontrarnos con cosas que son placenteras y son malas y hay cosas que son dolorosas y son buenas.
De manera que si actuamos siguiendo a las pasiones, muchas veces disfrutaremos o evitaremos un dolor o una tristeza, pero nos habremos perdido de llenar y enriquecer nuestra vida con un bien o malograremos nuestra vida con un mal. En el ejemplo recién citado, efectivamente el hombre no ha sufrido la consecuencia de la sanción, pero a costa de hacerse mentiroso. Lo que permite que podamos restaurar esa disarmonía interior, aquello que nos permite ordenar nuestras pasiones a fin de que obedezcan a la razón y podamos actuar bien, no es otra cosa que la virtud. La virtud, lejos de hacernos personas aburridas, son las que le otorgan nobleza y excelencia a nuestro ser. En efecto, aquello a lo que hoy le denominamos virtudes, los griegos les denominaban areté, que significa excelencia y los latinos, les llamaban fuerzas. Las virtudes son esas fuerzas, esas excelencias que necesitamos para actuar bien, para actuar como le corresponde al ser humano.
Ellas despliegan todas nuestras capacidades de tal manera que nos hacen fácil lo que en sí mismo puede resultar difícil. ¿Es fácil decir la verdad cuando puede ocasionarme algún perjuicio? ¿Es fácil cumplir la promesa que le he hecho a mi esposa de serle fiel, cuando mi vecina resulta muy atractiva? ¿Es fácil ser obediente a los padres cuando nos piden algo que va contra aquello que nos gustaría?
La respuesta a estas preguntas y a otras similares es no. No es nada fácil. Y aunque alguno pueda decir que le resulta fácil, o que no le cuesta nada realizar actos buenos, lo cierto es que no basta con eso para ser buena persona. Puesto que si bien es posible realizar actos buenos esporádicamente, no lo es tanto, realizarlo de modo habitual. No es sincero quien dice la verdad una vez, sino quien la dice habitualmente; no es generoso, quien da una vez de sus bienes a otro con vistas a ayudarle, sino quien lo realiza habitualmente; etc. Las virtudes son, precisamente, aquellos hábitos buenos que modifican nuestro ser, aquellos hábitos que de tal modo nos mejoran que no sólo nos permiten actuar bien, sino que nos hacen ser buenos. Son esas perfecciones que al ordenar nuestras pasiones, permitiéndonos ser dueños de nosotros mismos y no esclavos de ellas, nos permiten amar verdaderamente. San Agustín lo decía maravillosamente: “La virtud es el orden del amor”. Esto significa que mediante la virtud nuestros apetitos, nuestros deseos, nuestra voluntad, desean, estiman, aman y se gozan en lo que es bueno y en la medida en que lo es, es decir, que mediante la virtud nos perfeccionamos en orden a amar a las personas como personas y a las cosas como cosas.
¿Es bueno amar a las cosas? Por supuesto que sí. Amamos los libros o el descanso, amamos el deporte o la comida, amamos la historia o las matemáticas, amamos el cine o el teatro, amamos la música o el baile, etc. El problema está en amarlas de modo desordenado, esto es, como fines, poniéndolas por encima de las personas. ¿Es bueno amar a las personas? Por supuesto que sí, pero no de cualquier forma, sino como merecen ser amadas, esto es, como fines, como lo más digno y bueno que existe. Amar a una persona por la utilidad que me presta o por el placer que me entrega, es no respetar aquella excelsa dignidad. Y el problema, precisamente está en que muchas veces nuestras pasiones nos hacen amar a las cosas como fines y a las personas como medios, poniendo en peligro nuestra propia realización. La virtud nos ordena de tal modo que nos vuelve capaces de amar en plenitud, nos hace capaces de amar lo bueno y digno de ser amado en su debida proporción y medida.
Así las virtudes lejos de convertirnos en personas aburridas, nos transforman en personas que no sólo aman lo bueno, que no sólo practican el bien, sino en personas buenas y felices, personas que viven una vida tal que merece ser llamada “vida lograda” o “vida realizada”, digna de ser vivida.
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No hay sociedad sin alguna forma de poder político. Si este falta, el grupo se disgrega y acaba desapareciendo. En nuestras sociedades modernas ese poder