En Roma, la religión era un asunto de Estado. Cada aspecto de la vida tenía un numen tutelar, desde la política hasta el abono para el huerto.
Identidad popular
En mil años de historia, el “buen ciudadano” romano pasó del politeísmo griego y etrusco al monoteísmo cristiano, del culto al emperador divinizado a las religiones orientales. Pero siempre con una certeza: el culto público representaba al Estado. Lo demuestra el culto de la diosa Roma: la ciudad que se transforma en divinidad, confirma que en la religión se encontraba la identidad de un pueblo.
La religión tradicional (aquella de los Cerialia y de las Floralia) seguía los ciclos de la agricultura y de la guerra. Desde el siglo IV a.C. el calendario romano dividía los días del año en “fasti” (de fas, lícito) y “nefasti” (ilícitos): en los primeros, que hoy llamaríamos días laborales, las actividades públicas estaban permitidas (como la administración de la justicia, actividades laborales, políticas, etc.), en los segundos (los festivos) no. Los días nefastos eran dedicados a los dioses o a las festividades asociadas a ellos y, como el ciudadano romano era muy supersticioso, el no rendir culto a los dioses le podría acarrear funestas consecuencias. Una organización de la vida pública tan eficaz, capaz de sobrevivir por milenios, plasmada en el calendario que aún hoy utilizamos y que en aquel entonces estaba colgado en las murallas de los templos y era anunciado cada mes a viva voz.
La religión del Estado tenía raíces antiquísimas. Como en muchas otras culturas, el rey de la Roma arcaica era, antes que un administrador, un sacerdote. El rex era el intermediario con la divinidad, el pontífice (o sea aquel que hacía de pons, “puente”) en el cual las funciones religiosa y política coincidían. En pocas palabras, era el puente entre lo humano y lo divino.
En paz con Dios
El primer mandamiento era el de respetar los procedimientos, sea en el culto público como en el privado. De eso dependían los favores de los dioses, la pax deorum. La raíz de la palabra pax (paz) es la misma de la palabra “pacto”. El sistema religioso romano mantenía separados los universos humano y divino; si el hombre violaba el pacto, lo divino irrumpía en lo humano, con consecuencias catastróficas. Respetar este contrato era una condición esencial para que un negocio o una batalla tuvieran buen fin. Tampoco había que subvalorar las señales o presagios negativos: un rayo o un trueno podían hacer decidir si había batalla o no. Así se explica la historia de Marco Licinio Crasso, que en el 53 a.C. fue a combatir a los Partos ignorando un omen (presagio casual): una anciana que le ofrecía unos higos. ¿Qué había gritado la mujer? ¿Cauneas (“higos secos” en latín) o Cave ne eas, “Cuidado, no partas”? Lo que sí es cierto, es que poco después Crasso murió en la batalla de Carras de forma no muy grata. Según fuentes antiguas, se le habría hecho ingerir oro fundido por la boca (era de hecho considerado por los Partos como el hombre más rico del mundo) ordenado por el rey Orodes II.
Resumiendo, en el mundo romano, la necesidad de mantener abierta la comunicación con las divinidades a través de los sacrificios y de las interpretaciones de los signos naturales, produjo el florecimiento de la divinización.
El vuelo de las aves y los fenómenos naturales eran materia reservada para los adivinos (augurem), los cuales sacaban sus auspicia. En cambio, los arúspices “leían” los interiores de los animales, prosiguiendo con una tradición heredada de los etruscos. En casos extremos se recurría a la consulta de los Libros Sibilinos, una recolección secreta de profecías que llegó a Roma en el siglo VI a.C. Al contrario de los griegos, los romanos interpelaban raramente a los oráculos, los cuales, según ellos, sustraían al hombre de las propias responsabilidades individuales. Aquello no impidió que más tarde, en la Roma imperial, prosperasen los charlatanes de cualquier tipo y vendedores de oráculos “garantizados”.
FUNERALES A LA ROMANA:
SEPULTADOS O CREMADOS
A pesar de que en la Roma arcaica los muertos se enterraban (inhumación), la cremación fue el rito fúnebre principal hasta el siglo II d.C., aunque fuese negada a los recién nacidos y a quien muriese golpeado por un rayo.
El adiós
Con un beso en los labios un familiar recogía el espíritu del difunto y después de haberle puesto una moneda en la boca para pagarle a Caronte el viaje hacia el Averno (Hades), se encendía la pira funeraria. Los restos de los huesos, lavados con miel y vino, se disponían en urnas, las cuales a su vez eran sepultadas en tumbas consagradas por el sacrificio de un cerdo. Posteriormente, se celebraba un banquete en el mismo lugar. En la edad imperial volvió imprevistamente a prevalecer la inhumación. ¿Por qué? Se piensa que los dos ritos reflejasen el estatus social del muerto: cremación para los ricos, inhumación para los pobres. Las sepulturas eran individuales o “condominiales”, en los llamados columbarios (colombari).
El más allá
La sombra del muerto alcanzaba los Mani (los antepasados) en el mundo subterráneo. Con la influencia griega, el ultratumba fue dividido en Tartaro (lugar oscuro habitado por los Titanes) y los Campos Elíseos, las islas felices de las almas elegidas.
Los romanos no eran tipos que desencadenasen guerras religiosas. Tenían un gran sentido práctico. Lo prueba la antigua ceremonia del evocatio, con la cual las divinidades de las ciudades con las que Roma combatía de vez en cuando eran acogidas en la urbe. Esta ceremonia tenía la finalidad de sustraer a los enemigos de la protección de sus dioses, invitándolos a Roma, donde habrían recibido los más altos honores. Es como si hoy día, antes de lanzar un ataque a un país musulmán, los Estados Unidos construyesen una mezquita en Washington e invitasen a Alá.
¿Pero quién se sentaba en el pantheon romano? Los dioses más antiguos (heredados, según algunos estudiosos, por cultos precedentes y tal vez comunes a todos los pueblos indoeuropeos) eran la base de la “tríada arcaica”, una creación original romana, compuesta por Júpiter, Marte y Quirino (identificado después con Rómulo), pero que más tarde fue sustituida por la más conocida “tríada capitolina” (Júpiter, Minerva y Juno), basada en el modelo griego (Zeus, Atenas y Hera). A estos dioses se les agregaban una miríada de otros: Venus, una divinidad itálica después helenizada; Diana, “adquirida” de Nemi, en las Colinas Albanas; Mercurio, de origen incierto, pero anterior a la fundación de Roma; Esculapio, adoptado en el siglo III a.C. como muchos otros dioses griegos. Romana “ad hoc” era en cambio Vesta, diosa del fuego (focolare). Hasta los tiempos de Cicerón se evocaban y se dirigían también a los numina. Numen, en origen, significaba “una voluntad que se expresa”: existía el numen (la voluntad) de Júpiter, pero también aquel del Senado. Fueron los poetas del tiempo de Augusto los que transformaron a los numina en deidades. ¡En su cúlmine, en Roma se llegaron a adorar alrededor de 30.000 divinidades!
Las deidades más influyentes tenían derecho a templos más elevados, con un número de escalones (rigurosamente impares) mayores.
Había, de hecho, un dios o un espíritu para cada aspecto de la vida: Fabulina para las primeras palabras de la guagua, Fornax para el cuidado del horno, Pomona para proteger los frutales, Sterculinus para el abono de los campos y así muchos otros. Grandes organizadores de la cosa pública, los romanos le asignaron desde sus orígenes a cada dios un flamen (sacerdote) y un templo. Ya en época arcaica se contaban 12 “flamens” menores, además de los tres consagrados en la tríada mayor.
El templo de Vulcano, dios del fuego, surgía en las afueras de las murallas para alejar así de la ciudad los peligros de incendios.
Misterios de Oriente
La influencia griega, fuente de enriquecimiento en materia de cultos, puso en crisis a la religión del Estado, cuando desde el Oriente llegaron las religiones místicas. Se trataba de cultos antiquísimos, no administrados por sacerdotes romanos y que por esto se sustraían al control del Estado. Como anécdota: Apuleyo, iniciado en el culto egipcio de Isis, recuerda el gasto de dinero que eso comportaba. Parecido a los miembros de grupos como los de Scientology (Cienciología) o algunas sectas de dudosos fundamentos. La crisis de la religión tradicional fue enfrentada por el Estado con la expulsión de los magos, astrólogos orientales y filósofos no ortodoxos. A eso se le agregó la introducción del culto imperial, que preveía la divinización de los emperadores después de su muerte (los primeros fueron César y Augusto), basado en el modelo de Alejandro El Grande. De todas formas, los cultos orientales terminaron finalmente por ser adoptados por la corte (Calígula hizo erigir un templo de Isis en plena Roma) y el período imperial se caracterizó por el llamado sincretismo religioso, o sea, por la práctica mixta de varios cultos.
RITOS DE SANGRE
La carne del animal descuartizado era consumida en un banquete, mientras los huesos y la grasa ardían en el altar. Es esta la escena que se le presentaría a un testigo de un sacrificio cruento durante una ceremonia romana. Algunos ejemplos:
October ecuus
Cerraba la estación de la guerra (el verano). Después de una carrera de carros, el caballo vencedor de la derecha era sacrificado y su cabeza era disputada entre los habitantes de los barrios Velia y Suburra.
Taurobolium
Era un rito común de iniciación a varios cultos orientales, en los cuales la purificación se obtenía bañándose con la sangre de un toro recién sacrificado.
Sacrificios humanos
Antiguamente, el nombramiento del sacerdote de Diana sucedía con el asesinato ritual del antecesor. En el 228, el 216 y en el 113 a.C., fueron en cambio los Libros Sibilinos los que ordenaron sacrificios humanos: en estas tres ocasiones dos griegos y dos galos fueron sepultados vivos. El histórico Livio, eso sí, nos asegura: el sacrificio humano era “un rito poco romano”.
Cristianismo de Estado
Casi 800 años después de la fundación de Roma, en Jerusalén, Jesús de Nazaret moría en la cruz: para aquellos tiempos, una condena como muchas otras. Pero la historia, lentamente, tomó un nuevo curso. El cristianismo, inicialmente visto por los romanos como cualquier otra secta oriental, no pareció ser una amenaza. El conflicto entre la aristocracia fiel al culto imperial y la nueva fe explotó solo cuando esta última se hizo camino entre las más altas jerarquías, amenazando a la religión pública. Hasta que Constantino, en el siglo IV d.C., pensó en transformar al cristianismo en la nueva religión del imperio. Empujado, quién sabe, más que por el fervor del convertido, por un “romanísimo” sentido del Estado.