dignidad

La dignidad humana: Un concepto olvidado

No es muy difícil apreciar que nuestro tiempo ha defendido, como ningún otro, en la letra y las declaraciones, la dignidad humana. Pero a la vez, es el tiempo en que más se ha atropellado dicha dignidad. Ejemplos existen para todos los gustos, por eso no nos detendremos en ellos, pero es una realidad que vivimos en una sociedad que ha perdido el sentido de lo que significa ser persona humana. Algunos dicen que es una sociedad despersonalizada que pone los bienes materiales sobre el bien más preciado, que es el ser humano. Por eso es necesario volver a poner frente a nuestra atención el valor que posee el ser personal, así como su particular y especialísima dignidad.

La persona humana es un sujeto libre. Este debe ser nuestro punto de partida. Persona y libertad están de tal modo implicados que negar una es negar la otra. Pero ¿qué significa que la persona sea libre? No que puede hacer cualquier cosa que se le antoje, sino que es dueña de sí misma y de sus actos. Esta es la verdadera libertad, la de dirigirse por sí mismo a la propia felicidad. La persona humana, por su naturaleza racional, tiene dominio de sí para ordenarse a su plenitud. Es precisamente este dominio sobre sí mismo lo que nos permite afirmar que nadie, absolutamente nadie, puede tener a la persona como propiedad. Si ella es dueña de sí misma, nadie puede tener a otra persona como siendo su dueño, al modo como se tiene un celular o una bicicleta. Si la persona tiene posesión de sí misma, nadie puede disponer de ella a su antojo como lo hacemos con una mascota, que la  llevamos a casa o la sacamos a pasear decidiendo por ella. La persona humana es aquel sujeto que por su propio modo de ser decide por sí mismo, de modo que nadie la puede usar o instrumentalizar porque, dicho de modo más claro, la persona es “suya”. El ser humano “se tiene” a sí mismo, por lo que nadie puede tenerlo, dominarlo, manipularlo.

Pero entiéndase bien: es la bondad del ser personal la que hace que la persona no pueda ser dominada, usada y que nadie pueda instrumentalizarla. En efecto, la nobleza de la persona es tal que no está hecha para ser “de nadie”, ni siquiera de Dios, porque Dios la ha creado por amor con libertad para que sea “suya”, para que desde sí misma se determine al Bien. No es la persona una  realidad que exista para otra cosa, sino que es el único ser en la naturaleza que ha sido creado por sí mismo como fin. En efecto, es la persona un fin en sí mismo, que vale por sí mismo y todo lo demás en relación a ella. De manera que nunca y por ningún motivo o razón puede ser medio para otra cosa. Este valor que tiene la persona, esta nobleza que le da el ser libre, es lo que se denomina “dignidad”. El ser humano por su naturaleza racional es un ser personal, máximamente individual y único. Esa individualidad se debe a que es un sujeto libre que se ordena por sí mismo a su felicidad y plenitud. Y es esa misma libertad que impide que se subordine a otra cosa, la que hace de él un ser dignísimo, valioso por sí mismo. Pero ¿qué es la dignidad?  

La dignidad, en una primera aproximación, podemos decir que es la sublime modalidad de lo bueno. Dicho de otro modo, como  sostiene Melendo, es la excelencia o la nobleza de aquello que tiene una categoría o valor superior. El término “digno” alude a una realidad valiosa, a una realidad que posee tal grado de bondad que solo puede calificarse como positiva. Por ello, decir que la persona es digna o que la persona tiene dignidad es como una tautología, porque la misma noción de persona supone aquello que tiene excelencia en el ser. Agregar que lo excelso, lo valioso que es el ser personal, además es digno, es afirmar más explícitamente su valor superior. Este valor, desde luego, no procede de ciertas cualidades, características, acciones  o determinaciones exteriores que pueda tener una persona, sino que procede de lo más íntimo de su ser. En efecto, no es un valor que se deba adquirir o que se deba conquistar, sino que se posee por el hecho de ser persona y, por tanto, por tener ese modo de ser espiritual y libre. De modo que es algo que surge del elevado valor interior del ser personal, no de ciertos atavíos exteriores.

Esta noción de dignidad ha sido afirmada y defendida por varios filósofos. Así por ejemplo Kant sostiene que “aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente un valor relativo o precio, sino un valor interno,  esto es, dignidad”. Como se ve, lo digno se opone a lo útil, a lo que puede comprarse o venderse. La persona trasciende infinitamente todo valor comercial o de utilidad. Es fin en sí mismo, nunca medio. Kierkegaard, por su parte, escribe en su Diario que la condición personal, entendida en su sentido más hondo, como raíz  y fundamento de la nobleza humana, no es algo inmediatamente  accesible, porque la dignidad de la persona “es un replegarse en sí mismo, un clausum, un mystérion; la personalidad es lo que está dentro y este es el motivo de que el término persona resulte significativo”. Lo digno dice relación con lo que se afirma y vale por  sí mismo, que no recibe su valor por su relación con otro. En esta misma línea insistía Spaemann quien sostiene que la dignidad es la “expresión de un descansar-en-sí-mismo, de una independencia interior”. Ese replegarse en sí mismo, esa independencia o autonomía interior propia del ser personal que se tiene a sí mismo  es lo que define de algún modo la dignidad humana. Es ese valor que no le viene dado desde fuera sino desde la propia interioridad. Ahora bien, esa no dependencia, ese descansar en sí mismo es propio de lo absoluto, de lo que no está vinculado ni dependiente de otro. En este sentido es que Tomás de Aquino dice que la dignidad es “de absolutis dictis”, esto es, lo digno pertenece a aquello de lo que se dice es absoluto. De donde se sigue que la persona no es buscada según una conveniencia o relación con otra cosa, sino que, por ser un absoluto, es buscada por sí misma. Así lo dice explícitamente Tomás de Aquino: “únicamente la persona es buscada por sí misma y las demás cosas por ella”.

En estos tiempos en los que todo es relativo, en lo que da la  impresión de que todo  depende de la propia percepción y nada  es lo mismo para todos, es preciso reivindicar con fuerza este carácter absoluto de la persona humana. La dignidad personal no depende ni de la percepción subjetiva, ni de la cultura, ni de la opinión imperante, ni de la mayoría social, sino que se funda en el mismo ser libre del ser humano. Es el valor del ser personal  lo que hace aparecer esta realidad que llamamos “dignidad”. En este sentido, no puede entenderse este concepto sin su relación  intrínseca con el ser personal. Persona, libertad y dignidad, son realidades íntimamente ligadas, que de ningún modo pueden separarse o desligarse, sin que se vean afectadas las otras, como señalamos al comienzo. Negar en el ser humano su libertad es, a la vez, privarlo de dignidad y de la condición de persona. Del mismo modo, negar su dignidad es negar su condición de persona libre. Por eso, podemos definir la dignidad, sintetizando las reflexiones  de los anteriores filósofos, diciendo que es la bondad superior que corresponde a lo absoluto. Definición que podría perfectamente aplicarse también a la persona. La bondad de la persona es de un orden superior, de aquel propio de los bienes llamados honestos, esto es, amados por sí mismos y nunca por otra cosa. Bondad que posee la persona por el hecho de ser. Lo cual supone que la dignidad no se posee por alguna determinación del orden esencial, como la actualización de la racionalidad o la manifestación en acto de la libertad, sino por participar de ese grado de ser que posibilita la posesión de uno mismo. Así, aunque la persona no realice actos racionales o actos deliberados, posee igualmente dignidad y merece ser tratada como fin y nunca como medio.

Cabe señalar, aun cuando estamos en el orden puramente filosófico, que el fundamento último de la dignidad personal no puede encontrarse en la sola consideración de la persona como ser libre. La persona es un sujeto libre, como hemos visto, pero lo es debido a la apertura radical a la realidad que le da su naturaleza espiritual. De allí que los autores materialistas, que niegan la naturaleza espiritual en el ser humano, se empeñen en negar también la libertad humana. Lo mismos aquellos que desde una visión cientificista de la realidad, reducen todo a lo que puede ser medido, pesado, cuantificado. Negada la espiritualidad y afirmadas solo las leyes físicas de la materia, se pierde la posibilidad de encontrarse con la grandeza de la libertad humana. Ahora bien, esa espiritualidad no procede de lo material, no procede de lo inferior, sino que debe tener su causa y principio en un ser también espiritual, capaz de dar el ser. Esa naturaleza espiritual no puede ser sino participación del Ser que es fuente y principio de todo ser, aquel que llamamos Dios. Por eso, ese carácter absoluto que posee la persona por ser dueña de sí misma, por poseer dominio sobre su propio ser, procede últimamente de que es ella “imagen y semejanza de Dios”. Hay en la persona humana, por participar de la naturaleza espiritual o racional, una chispa divina, como afirmaba Sócrates, que es lo que da razón última de su valor y dignidad. Evidentemente, la persona no solo es, sino que también actúa y, por tanto, puede hacerse indigna moralmente por actuar de un modo contrario a su dignidad radical. Pero es preciso dejar claramente establecido, porque de eso depende el irrestricto respeto que le debemos a todo ser humano, que no hay acto por malo, por deleznable que sea, que haga perder aquella dignidad humana que se tiene por el mismo hecho de ser persona. Reconocer esta verdad es el principio de un obrar bueno y feliz

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