La resiliencia es un concepto que aparece de modo recurrente en ámbitos especialmente psicológicos, pero que se ha trasladado con mucha fuerza también al mundo educativo. Si bien es un término que dice relación con el mundo de la física, puesto que designa la “capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido”, pasa por analogía a designar aquella personalidad que luego de enfrentar grandes digicultades y dolores, vuelve a enfrentar el desafío de la búsqueda y consecución de su propia felicidad. La misma etimilogía de la palabra alude a “saltar hacia atrás”, “rebotar”, “replegarse”, es decir, volver donde estábamos, continuar y rehacerse del daño o las heridas recibidas llevando la vida con normalidad y con buen ánimo. A lo largo del tiempo, aquellos que volcaron su interés y su tiempo en estudiar el concepto “resiliencia” aportaban un sentido innovador al significado de la palabra. Existen diferentes definiciones de resiliencia, todas ellas similares que expresan un mismo sentido. Entre las principales destacan la propuesta por el Bureau International Catholique de l’enfance, BICE, que afirma que se trata de “la habilidad para surgir de la adversidad, adaptarse, recuperarse y acceder a una vida significativa y productiva”; o la de Vanistendael y Lecomte quienes sostienen que la resiliencia es “la capacidad para proteger la propia integridad bajo presión y de forjar un comportamiento vital positivo pese a las circunstancias difíciles”. En ambos casos estamos ante una virtud muy semejante a una dimensión de la clásica virtud de la fortaleza que supone la perfección del ánimo frente a los males difíciles de soportar, aquella virtud de los enamorados que por amor son capaces de soportar las más diversas adversidades. Como lo expresa Boris Cyrulnik de modo sintético y muy preciso es el arte de navegar en los torrentes.
El dolor es parte constitutiva de la vida humana, las dificultades aunque puedan tardar en llegar, sabemos que llegarán eventualmente, y en algunos casos son de una magnitud inesperada, pudiendo comprometer nuestra búsqueda y deseo de felicidad. Por ello es necesario y fundamental estar provistos de una personalidad resiliente, fuerte, valiente, para enfrentar dichos momentos. Pero, ¿cómo es posible formar una personalidad así? ¿qué hacer para ayudar a otros a enfrentar las dificultades de manera que no decaigan en la búsqueda de la felicidad? El mismo Cyrulnik explica que “un trauma empuja al herido en una dirección en la que hubiera preferido no ir. Pero como ha caído en una ola que le arrolla y le arrastra hacia una cascada de heridas, el resiliente ha de apelar a los recursos internos impresos en su memoria, ha de luchar para no dejarse arrastrar por la pendiente natural de los traumatismos, que le llevan dando tumbos de golpe en golpe hasta que una mano tendida le ofrezca un recurso externo, una relación afectiva, una institución social o cultural que le permita recuperarse”. Como vemos, son necesario “recursos internos impresos en la memoria”, vivencias, de tal modo arraigadas en el propio interior, que permitan enfrentar las situaciones difíciles. Dicha adquisición, continúa Cyrulnik, está estrechamente relacionada con aptitudes desencadenantes de un apego seguro. Lo cual favorecerá al individuo en cuanto a su desarrollo o por el contrario lo perjudicará: “Podremos constatar que los que han sido privados de estas adquisiciones precoces podrán desarrollarlas más tarde aunque más lentamente, a condición de que el medio, habiendo comprendido cómo se modela un temperamento, disponga guías de resiliencia en torno a los heridos”.
Hace tiempo, no obstante, esta característica poco común se atribuyó a una “constitución” especial, a algo que se tenía o no se tenía. No era algo que fuera posible adquirir. Pero, recientemente, se ha constatado la posibilidad clara de su adquisición según influencia de factores mayores que determinarán el desarrollo de esta virtud en nosotros mismos. Estos factores se han clasificados en: Factores de riesgo y factores de protección. Los primeros, los factores de riesgo, son aquellos factores estresores o condiciones ambientales que incrementan la probabilidad de que un niño experimente un ajuste promedio pobre o tenga resultados negativos en áreas particulares como la salud física, la salud mental, el resultado académico o el ajuste social. Algunos de los factores de riesgo más importantes que se han identificado son experiencias traumáticas (como la muerte de un padre), pobreza, conflicto familiar, exposición crónica a la violencia, problemas de sus padres como abuso de drogas, conducta criminal o salud mental. La presencia de estos factores indudablemente condiciona negativamente la personalidad del niño haciéndole difícil la adquisición de la resiliencia. Los segundos, los factores de protección, por el contrario, son aquellos que reducen el riesgo de la persona ante distintas conductas problema, y el paralelo concepto de resiliencia que se ha elaborado para explicar la superación de situaciones difíciles o extremas en la niñez, cara a sus consecuencias para la vida adulta. Estos son los que directamente contribuyen a la formación de la resiliencia.
Aparece claro que para adquirir una personalidad resiliente será necesario reducir tanto como sea posible los factores de riesgo y potenciar, fomentar y hacer crecer los factores de protección. ¿Cuáles son los factores de riesgo más comúnes? Los diversos autores señalan: la rigidez, la confusión de vínculos, la la rigidez, la ausencia de relaciones solidarias, el estrés y la afectación de los problemas de adultos a los niños. Mientras que si nos preguntamos por los factores de protección puede mencionarse, entre otros: la flexibilidad, cohesión entre los miembros de la familia, sentimiento de pertenencia, autoestima, autoconciencia, capacidad de resolución de problemas. En relación con estos últimos, Forés y Grané proponen una clasificación más precisa. Hablan de factores de protección internos, externos y sociales. Los internos son aquellos que tienen suma relación con el carácter y la personalidad del individuo además de sus creencias; los segundos, se refieren a los apoyos externos de la familia, vínculo de amigos, modelo de conducta y o servicios institucionales; finalmente los terceros, se refieren a la interacción con los demás y la capacidad de resolver problemas.
Es evidente, luego de lo dicho, que la familia es absolutamente decisiva en la formación de personlidades resilientes capaces de enfrentar las dificultades de la vida de forma satisfactoria. Mancioux advierte que es importante estimular a los niños de temprana edad a partir de la interacción con sus padres para lograr un desarrollo significativo. Desde que llegamos al mundo, incluso en el seno materno, tenemos la necesidad de ser amados por nuestros padres y estar en continuo contacto con ellos ya que es el camino para sentirnos seguros y protegidos. Estamos hechos así, desde el primer momento necesitamos del amor del prójimo, que nos llevará a desarrolar en plenitud unos vínculos afectivos seguros y sanos que desencadenará la formación de nosotros mismos como seres humanos.
Estos principios consagrados y enseñados por la psicología más reciente, son aquellos que desde la Antigüedad los pensadores clásicos afirmaron continuamente. De modo más claro desde el Cristianismo, que ve en el hombre una creatura que procede del Amor y que se ordena al Amor y que no puede realizarse si no se da a sí mismo a los demás. La familia, escuela de amor, es el lugar idóneo en el que la persona recibe el amor de sus padres y se vuelve capaz de amar. No es en una clase de metafísica donde se aprende a amar a los demás y a enfrentar las dificultades –aunque las clases de metafísica hacen muy bien–, sino en el calor del hogar familiar. Allí por tanto se reciben esos factores de protección y se reducen los factores de riesgo posibilitando de manera exponencial la adquisición de una personalidad resiliente que permite enfrentar las adversidades de la vida con optimismo y alegría.
Para continuar con los factores de riesgo y protección, es importante tener en cuenta según menciona Delage (2010) el papel que toma el apego. Ambos factores de los que hablamos en este apartado del trabajo surgen dependiendo del apego o del vínculo establecido. Por tanto, desde este enfoque:
– Los factores de riesgo son: la rigidez, la confusión de vínculos, la la rigidez, la confusión de vínculos, la ausencia de relaciones solidarias, el estrés y la afectación de los problemas de adultos a los niños.
En cambio, en la otra vertiente:
– Contamos con factores de protección como: la flexibilidad, cohesión entre los miembros, sentimiento de pertenencia, autoestima, autoconciencia, capacidad de resolución de problemas.
Según el tipo de apego, seguro o inseguro, podemos desencadenar una de las dos vertientes expuestas que estarán de nuestro lado, potenciando los factores de protección y por tanto de resiliencia o, por el contrario, actuará a la inversa dictaminando un apego inseguro y una vulnerabilidad que afectará en todos los ámbitos del desarrollo del individuo.
Sopesando las puntualizaciones hasta el momento, Forés y Grané (2011) proponen una clasificación de los segundos y últimos factores que se han mencionado, los factores de protección. Remiten a tres tipos:
a) Internos: tienen suma relación con el carácter y la personalidad del individuo además de sus creencias.
b) La dimensión externa: se refiere a los apoyos externos de la familia, vínculo de amigos, modelo de conducta y o servicios institucionales.
c) La dimensión social: consolidada mediante a la interacción con los demás y la capacidad de resolver problemas.
Es así cómo lo relata Boris Cyrulnik (2002) en Los patitos feos:
Para volver a vivir, es preciso no pensar demasiado en la herida . Pero con el tiempo, la emoción provocada por el golpe tiende a apagarse lentamente para no dejar en la memoria más que la representación del golpe. Ahora bien, esta representación que se construye laboriosamente depende de la manera como el herido ha conseguido historizar el hecho. […] El tiempo mitiga el recuerdo y los relatos metamorfosean los sentimientos. A fuerza de tratar de comprender, de tratar de encontrar las palabras para convencer y construir imágenes que evoquen la realidad, el herido consigue curar la herida y modificar la representación del trauma.
A partir de la progresión de las definiciones vistas hasta ahora vemos cómo la resiliencia es un término muy amplio que ha existido desde antiguo pero solo hace unas décadas que lo relacionamos con una vida sana, fuerte y feliz. Además, es importante destacar la existencia de factores que intervienen en este proceso como los de riesgo y de protección, de los que también hablaremos a lo largo del trabajo.
- Génesis
Y esta capacidad ¿cómo nos viene dada? Igual que estar en este mundo no ha dependido de nosotros, dicha capacidad no solo se centra en nuestra persona, sino en todo lo que ha tenido que ver con nosotros desde nuestro nacimiento e incluso antes. Cierto que también la consolidación de la resiliencia tiene algo que ver con los genes que nos son dados.
Pues la resiliencia no es inamovible. Según Cyrulnik, es una variante que incrementará si los factores son favorables y hará que la virtud sea más fuerte y se expanda. Así que no podemos afirmar que una persona resiliente vaya a serlo hasta el final de sus días. Todo dependerá en la afectación de los contextos que, consecuentemente, hará posible el proceso contínuo de construcción de la resiliencia a lo largo de nuestra vida.
Se ha estudiado la resistencia ante un suceso de inestabilidad y todo aquello que nos desestabiliza. Mancioux (2010) relata que algunas personas son más resilientes que otras aunque no se pueda dar una razón específica de ello. Pero lo que ha permitido avanzar en los estudios de la resiliencia y en todo su camino hacia conseguirla ha sido identificar las competencias como aptitudes. Las competencias designan al niño, por ello, a parte de ser reconocidas deben estar estimuladas para crar un clima estable de afectividad en el vínculo familiar que une al niño y a sus progenitores. Desarrollar estas capacidades potenciales, será un papel decisivo en la aparición de la resiliencia en la persona de edad adulta y, con más énfasis, en la infancia.
Así que, nos dice Mancioux que es importante estimular a los niños de temprana edad a partir de la interacción con sus padres para lograr un desarrollo significativo. Desde que llegamos al mundo, incluso en el seno materno, tenemos la necesidad de ser amados por nuestros padres y estar en continuo contacto con ellos ya que es el camino para sentirnos seguros y protegidos. Estamos hechos así, desde el primer momento necesitamos del amor del prójimo, que nos llevará a desarrolar en plenitud unos vínculos afectivos seguros y sanos que desencadenará la formación de nosotros mismos como seres humanos.
Depende entonces de contextos sociales y afectivos la posibilidad de desarrollar la resiliencia primaria, en primer término, para facilitar una vida llena de oportunidades. Con el paso del tiempo, evolucionaremos y nos desenvolveremos en la vida potenciando nuestras capacidades y aptitudes formándonos como personas y seres resilientes por nosotros mismos. A esto se le llama, resiliencia secundaria.
- La resiliencia primaria y secundaria
Hemos mencinado una resiliencia primaria y secundaria. Pero esto no significa que exístan dos tipos de resiliencia. Ambos se refieren a lo mismo; al hecho de sobreponerse a cualquier adversidad. Pero veámos más detalladamente a qué se refiere cada uno de ellos.
a) Resiliencia primaria: llamamos resiliencia primaria a aquella que se refiere al propio nacimiento, en el momento que respiramos por nosotros mismos y somos llevados a la vida real. Barudy y Dantagnan (2009), citado en Rojas Marcos, (2010) nombran así este proceso de construcción humana en que los recién nacidos hacen frente a los primeros desafíos del mismo nacimiento, de estar con los demás y recibir vínculos afectivos y sanos.
De esta manera facilitaremos la emergencia de la resiliencia secundaria.
b) Resiliencia secundaria: la resiliencia secundaria según Forés y Grané (2008), es aquella en la que se vuelve a la vida después de haber pasado por una situación desdichada. Si hemos dicho anteriormente que la primaria tiene que ver exclusivamente con nuestro nacimiento y atender a las necesidades afectivas del recién nacido, la secundaria se refiere a un segundo nacimiento. Es una dinámica reparadora de vida. Por ello, podemos decir que la resiliencia tiene cualidades constructivas, ya que se trata de una construcción, o mejor dicho, de una reconstrucción humana.
También podemos añadir la propiedad generativa al hacer referencia a la felicidad, como fin último. Ya que únicamente se puede obtener si se mantiene y se proporciona unas raíces desde pequeños que les llevará a divagar hacia una vida llena de oportunidades.
Además de generar felicidad, esta cualidad transmite la idea que la resiliencia es mucho más que adaptabilidad, más que ser robusto o rígido. Nos referimos a crecer hacia algo nuevo avanzando hacia adelante y, por tanto, evitando los factores que nos puedan desestabilizar.
Como ejemplo de esta resiliencia secundaria, Tim Guénard, quién con solo tres años fue abandonado por su madre y atado a un poster de electricidad y maltratado por su padre pero que años más tarde, gracias a varias personas que se cruzaron en su camino, pudo apagar el odio que había en su interior. Y así volvió a nacer, se reconstruyó y volvió a la vida. Su vida está narrada en una obra autobiográfica en la que expone su testimonio como un evidente caso de resiliencia. Acostumbrado a un mundo debastado por el egoísmo, escasez y peligros, se encontró con unos gestos llenos de bondad que dieron un vuelco en su vida. De esta manera se convierte en un referente y en uno de los padres de la virtud resiliente.
1.3. Metáforas vinculadas a la resiliencia
Algunas metáforas ejemplifican muy bien el proceso resiliente. He aquí el Ave Fénix. Grandiosa como un águila y de colores intensos. Después de morir renace de sus propias cenizas y vuelve a su situación inicial.
A pesar de las heridas y de consumirse por el fuego vuelve a la vida. Hace referencia al proceso de reconstrucción de la resiliencia. Un proceso de adaptación positiva sobre cualquier problema o adversidad que nos perturba.
Por otro lado, se debe tener en cuenta que volvemos a vivir por segunda vez y vencemos a la adversidad pero, como personas que somos, aunque nos recuperemos satisfactoriamente, no vivimos de la misma manera. Evolucionaremos a mejor pero seremos diferentes.
En esta ocasión, podemos acercar este significado a la agricultura. La tierra puede ser fértil después de un incendio pero deben pasar años de reconstrucción para volver a la vida. Una vez haya pasado este tiempo, flora y fauna volverá a la vida, aunque no igual que antes. Este ejemplo refleja a el significado generativo en cuanto a la resiliencia como metamorfosis, algo nuevo que se genera y surge. Esta generación se realiza en la persona cuando los demás provocan en uno mismo una sensación nueva e innovadora.
1.4. Factores de riesgo y de protección
Es importante según Mancioux (2010) tener en cuenta que la respuesta de la resiliencia es favorable al individuo si todos aquellos factores potenciadores de la misma también lo son. Nos referimos si estos agentes son portadores de protección o, por el contrario, crea en el niño un estado de vulnerabilidad. De aquí podemos hablar de los factores de riesgo y de los factores de protección.
Además de estudiar las ventajas que obtenemos por parte de la resiliencia y lo que supone disponer de su ayuda, hemos de estudiar también los acontecimientos y lo que supone en el ser humano vivir una situación buena o vulnerable.
a) Factores de riesgo: Braverman (2001) los define como:
aquellos factores estresores o condiciones ambientales que incrementan la probabilidad de que un niño experimente un ajuste promedio pobre o tenga resultados negativos en áreas particulares como la salud física, la salud mental, el resultado académico o el ajuste social […] algunos de los factores de riesgo más importantes que se han identificado son experiencias traumáticas (como la muerte de un padre), pobreza, conflicto familiar, exposición crónica a la violencia, problemas de sus padres como abuso de drogas, conducta criminal o salud mental.
b) Factores de protección: Entendemos como factores de protección los que según Braverman (2001):
reducen el riesgo de la persona ante distintas conductas problema, y el paralelo concepto de resiliencia que se ha elaborado para explicar la superación de situaciones difíciles o extremas en la niñez, cara a sus consecuencias para la vida adulta […] los factores de protección contribuyen claramente a explicar la resiliencia.
Los factores de riesgo, que son los primeros que se han definido, suscita a la estrecha relación que muestra con situaciones delicadas o de máxima vulnerabilidad. El nivel de negatividad que contienen condicionan al individuo en todas sus áreas particulares. Autores importantes como Pollard, Hawkins y Arthur (1999), entre otros, consideran reducir los factores de riesgo y los de protección, potenciarlos. Pero insisten en la importancia de unos y de otros. Por ejemplo, en la perspectiva de la drogodependencia, debemos dirigirnos a los factores de riesgo sin olvidarnos los de protección. En el caso de olvidarnos completamente, esto conllevaría a “reducir los factores de protección meramente a los factores individuales, los que posee el individuo, relegando otros de la misma importancia, como son los sociales y contextuales” tal y como menciona Pollard et al. (1999).
Además de la importancia de ambos factores es importante hacer la distinción que relata Braverman (2001) en cuánto al término “niño resiliente”. En la mayoría de casos se alude a dicho término con la idea de crear al niño inmune por encima de cualquier calamidad. Este error proviene según Luthar et al. (2000) de relacionar la causa de los problemas con el individuo y no sopesar la posibilidad de los factores de riesgo ambientales como la sociedad, el sistema social, diferencias sociales, guerras, etc.
Para continuar con los factores de riesgo y protección, es importante tener en cuenta según menciona Delage (2010) el papel que toma el apego. Ambos factores de los que hablamos en este apartado del trabajo surgen dependiendo del apego o del vínculo establecido. Por tanto, desde este enfoque:
– Los factores de riesgo son: la rigidez, la confusión de vínculos, la ausencia de relaciones solidarias, el estrés y la afectación de los problemas de adultos a los niños.
En cambio, en la otra vertiente:
– Contamos con factores de protección como: la flexibilidad, cohesión entre los miembros, sentimiento de pertenencia, autoestima, autoconciencia, capacidad de resolución de problemas.
Según el tipo de apego, seguro o inseguro, podemos desencadenar una de las dos vertientes expuestas que estarán de nuestro lado, potenciando los factores de protección y por tanto de resiliencia o, por el contrario, actuará a la inversa dictaminando un apego inseguro y una vulnerabilidad que afectará en todos los ámbitos del desarrollo del individuo.
Sopesando las puntualizaciones hasta el momento, Forés y Grané (2011) proponen una clasificación de los segundos y últimos factores que se han mencionado, los factores de protección. Remiten a tres tipos:
a) Internos: tienen suma relación con el carácter y la personalidad del individuo además de sus creencias.
b) La dimensión externa: se refiere a los apoyos externos de la familia, vínculo de amigos, modelo de conducta y o servicios institucionales.
c) La dimensión social: consolidada mediante a la interacción con los demás y la capacidad de resolver problemas.
Mancioux et al. (2010) sostienen que si divagamos en la gravedad de los acontecimientos, es obvio que no todos suponen la misma reacción en la persona. A simple vista, los factores de riesgo no permiten una solución ante el problema. Es una confusión de vínculos y provoca una clara rigidez además de una ausencia de coherencia y solidaridad. Esta situación no conlleva nada bueno, ya que contamina a las vidas de los más allegados.
Como causa principal de una vida alejada de la resiliencia tal y como hemos mencionado, es un apego inseguro. Tal y como apunta Cyrulnik (2016) “el afecto ayuda entre un 70% y un 80% a la resiliencia, a superar las dificultades y resituarse en el mundo de una manera más sana y segura” (Criterios de Resiliencia. Entrevista a Boris Cyrulnik. Sanchez Ana, Gutiérrez Laura, 2016).
Por tanto, el apego es un factor de protección evidente ya que permite un vínculo y una cohesión entre un grupo de personas, por ejemplo, en la familia como primer grupo social al que pertenecemos. Si el niño forma parte de un vínculo bueno y, por tanto, afectivo y protector, todo serán ventajas para su desarrollo y capacidades: Obtendrá seguridad que permetirá al niño explorar lo que le rodea y hará posible una autoestima buena.
Por otro lado, hemos de mencionar que los excesos tampoco son buenos. En este caso podríamos llamar sobreprotección al fenómeno que se caracteriza por evitar el sufrimiento al individuo. Este apego excesivo no ayuda a la persona en su proceso de superación. Así que, tal y como decía Aristóteles en la Ética a Nicómaco que la virtud está en el punto medio.