La idea de la plaza, como lugar en donde los ciudadanos se reúnen es antiquísima. Sus orígenes pueden rastrearse en los griegos con su ágora, o en el foro romano donde se congregaban los ciudadanos del Imperio. Más tarde estos espacios derivaron en las explanadas ubicadas frente a las catedrales medievales. Si bien estos esquemas europeos fueron clave para dar forma y significación a las plazas hispanoamericanas, la herencia indígena también fue importante. Las plazas de las ciudades se cargaron de un fuerte simbolismo religioso y social que no estaba presente en el Viejo Continente y que era heredado de las creencias propias de los pueblos americanos.
En las ciudades precolombinas de América la plaza era considerada como un centro sagrado. Tanto los mayas como los aztecas e incas tenían en sus ciudades un “centro”, una “plaza central”, indicada como núcleo político, secular y religioso. Alrededor de éste se situaban edificios de naturaleza ritual y política, se distribuían las residencias de los nobles (cuya cercanía respecto de la plaza determinaba el estatus del noble: a más cercano al centro, mayor nivel en la escala social), se encontraba el mercado central de la ciudad y estaba el terreno abierto en que se desarrollaban las actividades masivas que reunían al pueblo.
A su llegada a América los conquistadores y misioneros se embarcaron en la aventura de poblar y evangelizar nuevos horizontes. Poseedores de una cultura urbana, fundaron ciudades a lo largo de América reproduciendo en el continente la cuadrícula del campamento militar romano. Durante los trescientos años de dominio español se establecieron en el continente una serie de centros urbanos interconectados, diversos por su tamaño y jerarquía. Estas nuevas ciudades fueron únicas, pues añadieron los elementos prehispánicos (espacios abiertos, el contacto con la naturaleza y la valoración religiosa de la plaza) al modelo español haciendo de ellas una manifestación única del sincretismo en el Nuevo Mundo.
A medida que la conquista avanzaba se requería de nuevas ciudades para afianzar el dominio español. La Corona entregó las primeras directrices para su urbanización, primero en 1526 y luego en 1542. Las normativas exponían claramente cómo había que organizar el plano urbano; los fundadores debían dividir el espacio en plazas, calles y solares, a cordel y regla. Algo fundamental era el punto físico de partida de este ordenamiento, que marcaba el corazón de la ciudad: la plaza Mayor. Desde ella salían no sólo las calles que habrían de formar la grilla de la ciudad, sino también los caminos principales que la comunicarían con las demás ciudades.
La ciudad se organizaba en torno a la Plaza Mayor, que debía estar al centro en el caso de las ciudades tierra adentro y frente al puerto en las ciudades costeras. En ella se celebraban las actividades más importantes de la sociedad colonial, especialmente las festividades cívicas y religiosas. También la vida comercial tenía su foco en este espacio donde tenía lugar el mercado de abastos; incluso, con el pasar del tiempo se ordenó construir a su alrededor portales para facilitar la instalación de los comerciantes. El poder religioso, tan importante para la conquista española, tenía generalmente su correlato físico en la Plaza Mayor, pues la iglesia más importante solía instalarse en alguna de sus veredas. El poder político estaba también a su vera: los edificios del cabildo y, cuando correspondiera, la “casa real” también miraban a la explanada.
La vida social también tenía su centro en la plaza: en ella se veían y dejaban ver personas de las más diversas clases sociales. Además era el lugar indicado para informarse de noticias y chismes del Reino y del resto del imperio. Como tantas plazas del mundo hispanoamericano, la Plaza de Armas de Santiago ejerce un rol orientador para sus habitantes; es un lugar que refleja nuestra historia a través de sus edificios y monumentos; y se ha convertido con el paso de los años en un espacio físico importante en el sustento de nuestra memoria e identidad; esta plaza nos recuerda el pasado de nuestro país, que prácticamente nació a su alero, y encarna en ella el progreso de la ciudad, pues es un espacio que ha sufrido transformaciones físicas según el espíritu de cada época.
La apertura y vinculación del país al comercio internacional y la riqueza resultante de las exportaciones de plata, cobre, cereales y finalmente del salitre incrementaron de manera significativa las arcas fiscales y el desarrollo del país durante el siglo XIX. Reflejando estos nuevos aires de riqueza, Santiago pasó de ser poco más que un pueblo a principios de la República, a ser una ciudad muy viva. La Plaza de Armas no fue la excepción y fue mudando su aspecto conforme avanzaba el siglo. Durante el siglo XX se mantiene a grandes rasgos, el aspecto de paseo que la plaza había adquirido durante el siglo anterior. Se renuevan los bancos, faroles, jardines y, los edificios que rodean la plaza sufren importantes cambios.
La Plaza de Armas entra al siglo XXI completamente renovada: pierde su apariencia de jardín público para convertirse en una explanada que aspira a reunir los ciudadanos. Tras tantos años en que la Plaza de Armas ha ido cambiando de aspecto y significado para adaptarse a los nuevos tiempos, durante estas primeras décadas del siglo XXI el espacio parece haber aunado, por fin, los diferentes sentidos que a lo largo de los siglos le han ido otorgando los habitantes de la ciudad. Es a la vez un espacio privilegiado de reunión de los citadinos, uno de los lugares preferidos de las autoridades civiles y religiosas, un terreno en que el comercio florece y un ambiente propicio para que chilenos y extranjeros paseen y entablen relaciones, aunque todo bañado en un barniz de modernidad que responde al espíritu de estos años.
“La escena es tan bella como me la había imaginado. Todos los pequeños puestos están iluminados: las mejores mercaderías salen a relucir; y las señoras, que para este paseo nocturno se visten con elegancia…” Maria Graham, 1822
La Plaza de Armas era “el centro del movimiento santiaguino, el término de la carrera de los tranvías, la gran estación de coches y el paseo de lujo de la tarde… ¡Qué aspecto tan alegre tiene una plaza latina!” Theodoro Child, 1890