No es raro escuchar decir que la libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro. De esa manera, dicen, se garantiza y se asegura el respeto entre las personas. El principio de mi libertad, así, encuentra su fundamentación en el término de la libertad de los demás. Pero, cuando se afirma esto: ¿se piensa bien lo que se quiere significar? ¿Termina realmente mi libertad donde empieza la de mi vecino? ¿Dónde empieza y dónde termina verdaderamente la libertad humana?
Para responder a esta pregunta conviene examinar con detenimiento la naturaleza de la libertad humana. Y lo primero que es necesario afirmar, contrariamente a lo que afirman ciertas corrientes materialistas y deterministas, es que el hombre es libre. Porque ¿quién de nosotros no ha advertido alguna vez que a pesar de la limitación, a pesar de los condicionamientos que nos rodean, hemos tomado algunas decisiones libres, en el sentido de realmente mías? ¿Quién no ha sentido alguna vez en la vida el vértigo de la libertad cuando debes tomar una decisión definitiva, absoluta, comprometedora, en la que muchos de tus amigos te decían: “no lo hagas”; “piénsalo bien”, y sin embargo, incluso aún con temor, con miedo, terminamos decidiéndonos por lo que queríamos en el fondo de nuestro corazón?
Por mucho que afirmemos diversos determinismos, lo importante es que a pesar de esos condicionamientos, es posible darnos cuenta de que cada una de las decisiones que tomamos son decisiones que hemos tomado nosotros en lo más íntimo de nuestro ser. No estamos determinados por nuestros instintos, antes bien, podemos autodeterminarnos a elegir o no elegir; podemos autodeterminarnos a elegir una cosa u otra. Esta autodeterminación de nuestra voluntad es lo que suele llamarse libre albedrío o libre arbitrio. Mientras que los animales están totalmente determinados a hacer lo que su propia naturaleza les dicta, el hombre es capaz de actuar contra esa naturaleza, como se ve, por ejemplo en el caso de aquellos que realizan una huelga de hambre. Ser libres supone la capacidad de autodeterminarnos a actuar o, lo que es lo mismo, ser libre es tener la capacidad de elegir entre distintas alternativas.
Ahora bien, si la libertad humana se reduce a este libre albedrío, si la naturaleza más propia de la libertad del hombre se queda en esta capacidad de elegir, es evidente que como muchas de nuestras elecciones podrían perjudicar a otra persona (por ejemplo cuando elijo mentirle a mi amigo o cuando elijo apropiarme de algo ajeno) es conveniente proteger la integridad de las personas afirmando que el término o límite de mi libertad debe ponerse allí donde el otro pueda verse perjudicado, porque, se entiende que no podemos perjudicar a las personas. Pero, este modo de razonar olvida que quien ejerce la libertad es también una persona y, por tanto, tampoco ella puede perjudicarse a sí misma porque todos los hombres aspiran a su perfección y felicidad; y no a su degradación e infelicidad.
Es precisamente a la luz de esa tendencia hacia la felicidad humana que aparece la verdadera dimensión de la libertad. Si la libertad es solo capacidad de autodeterminarme, capacidad de elegir una cosa u otra, no es muy difícil terminar concluyendo que entonces con mi libertad puedo hacer lo que me da la gana, puedo elegir lo que quiera cuando quiera con quien quiera, y continuar siendo libre. Puedo elegir obedecer a mis padres o no;puedo elegir dar una limosna o no, puedo elegir estudiar o no, puedo abortar o no, puedo romper los vidrios de un negocio en medio de una manifestación o no, y un larguísimo y extenso etc. Pero, esto sería entender la libertad, pero no entender su sentido, sería acercarse a la libertad de manera impropia, por cuanto supondría no considerar que la libertad de la que hablamos es la libertad de la persona humana, no es una libertad abstracta de no sé sabe bien quién, sino que es nuestra libertad. Y la persona humana no es una criatura sin destino, no es alguien que deambula por la vida sin saber a donde ir, sino que aspira con toda las fuerzas de su corazón a la felicidad. El hombre es un ser finalizado, tiene un fin que conseguir, que no es otro que su plenitud, que su realización personal, la cual no es solamente una realización superficial, una especie de pincelada que me permita al menos aparentar ante los demás que me porto más o menos bien, sino que supone la realización de lo más íntimo y profundo de nuestro ser personal, de aquello más noble que hay en nosotros: nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Aspiramos a contemplar el ser de las cosas, a conocer la verdad y a amar el bien. Todos y cada uno de nosotros queremos ser felices, queremos poseer un bien que nos sacie y nos colme completamente y que una vez poseído ya no deseemos nada más, lo cual sólo puede encontrarse en un bien infinito.
El hombre tiene sed de infinito, tiene sed de un bien absoluto, de allí que no pueda verse saciado con ninguno de los bienes imperfectos que nos rodean. Ahora bien, precisamente porque el hombre tiende a poseer un bien absoluto es que los bienes que no son ese bien, los bienes finitos, imperfectos, los bienes singulares y concretos, nos son indiferentes y solo los queremos, sólo los amamos, si queremos. A diferencia de los animales que están absolutamente determinados por sus instintos a desear bienes concretos y singulares, bienes que deben buscar porque así se los determina su naturaleza específica. Así el ratón busca y ama el queso; así el león busca a la gacela para alimentarse; así la oveja huye del lobo; en cambio, el hombre, que aspira a la felicidad, que aspira a un bien absoluto y perfecto, al no encontrarlo, tiende a los diversos bienes particulares, si quiere, pero si no quiere no, porque los bienes particulares no llenan el corazón del hombre.
Somos libres de todo lo finito porque tenemos un innato amor a lo Infinito. Lo finito sólo, buscado como fin y felicidad última, deja un vacío no siempre fácil de llenar. Es en este horizonte, es en esta perspectiva y sólo en ésta, que podemos apreciar la libertad, que podemos llamar libertad humana. Sólo a la luz de la tendencia humana a la plenitud aparece la verdadera dimensión de la libertad, sólo en esa perspectiva aparece el principio y el término de la libertad, porque, evidentemente, que si el ser humano quiere alcanzar su realización, ha de tender a los bienes que le acerquen a aquella felicidad que anhela, que como hemos dicho, supone la realización de lo más noble que posee. Una libertad que impida la felicidad y a la plenitud humana es sólo apariencia de libertad.
La libertad rectamente entendida no puede ser sino aquel don que hemos recibido para ordenarnos por nosotros mismos a nuestra felicidad. La libertad no puede ser nunca el valor supremo, nunca debemos ponerla como fin. Es ella un maravilloso y grandísimo medio para ordenarnos a nuestro fin. Claro que es valiosa, y mucho. Por eso ha sido bueno que se la exija, que se la celebre, que se la proclame, pero es valiosa como medio que nos conduce a otros valores más altos como la verdad, el bien, la belleza, la justicia, etc. La libertad nos ha sido dada para ser felices, no infelices, nos ha sido dada para realizarnos como personas, no para fracasar como tales. Una libertad que conduzca a mi ruina no la podemos desear. Por eso, si queremos acercarnos convenientemente a la libertad, hay que entenderla en el horizonte de la realización y plenitud humana. Sólo así nos aparece como lo que es: el medio por el cual, gobernandonos a nosotros mismos, siendo plena y perfectamente dueños de nosotros mismos, nos orientamos a nuestro mayor bien. La libertad personal es señorío sobre mis actos y por eso sobre mí mismo. No como simple posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como la capacidad de decidir por mí mismo, en cada momento, lo que he de hacer para ser lo que quiero ser, lo que debo llegar a ser: una persona plena, realizada, feliz. Ahí, en el bien humano, está el principio y el término de la libertad y no en donde comienza la libertad del otro, porque de otro modo, podríamos cometer las peores atrocidades con el consentimiento de ese otro.