generosidad

Reflexiones sobre la generosidad

Ha comenzado noviembre y ya aparecen en las vitrinas de las tiendas de muchas ciudades del mundo, los adornos y los símbolos que nos anuncian la llegada de la Navidad. Aún no es Adviento, esto es, el tiempo litúrgico que nos prepara para vivir en toda su plenitud la fiesta en la que celebramos el nacimiento del Redentor (y no, por cierto la fiesta del cumpleaños de Papá Noel), y sin embargo, en las calles, y de modo especial en el comercio, todo nos habla de la Navidad. Pero ¿para qué? ¿Para disponer nuestro espíritu a la contemplación? ¿Para preparar el alma para acoger las gracias que Dios tiene preparadas para nosotros en estas fechas? Pareciera que no. Pareciera que en realidad todo este despliegue de colorido es para “recordarnos” las compras que debemos hacer en estas semanas. Y es que, lamentablemente, el consumismo y el materialismo que invade todo en nuestra sociedad occidental, también ha invadido con ferocidad una de las más importantes celebraciones del mundo cristiano. Tanto que, incluso en algunos lugares más descristianizados, se desean felices fiestas; así sin más, en desmedro de la más cristiana salutación: ¡Feliz Navidad! 

El tiempo para la oración, la acción de gracias, la reflexión sobre los misterios que revivimos, la vida familiar a la que invita de suyo esta fiesta; todo el tiempo que estas realidades exigen, en gran parte se ve reducido y hasta suprimido por el ajetreo y la vorágine de las compras, del consumo; en síntesis, de los bienes materiales. Cierto es que muchas de esas compras se ordenan a procurar un bien para otros, y es verdad, que en ese ir y venir por los pasillos de un mall, nuestra mente y nuestro corazón está ocupado por la persona amada; no obstante, nos hemos ido acostumbrando a que identificamos el grado de amor con el valor del bien comprado; nos hemos ido habituando a considerar que si no compramos, no amamos. ¡Y esto es grave! Pareciera que somos más generosos cuanto más grande y valioso es el bien que adquirimos con nuestra tarjeta. Por eso es que creo necesario hacer una breve reflexión sobre la naturaleza de la generosidad, a fin de ejercerla con más conciencia, no sólo en las próximas navidades, sino en toda nuestra vida. 

La virtud de la generosidad tiene íntima relación con la justicia. Digo íntima relación, porque sin ser justicia propiamente, es una virtud que se le asemeja en algo y se diferencia en algo. Expliquemos esto un poco más. Sabido es que la justicia es la constante y perpetua voluntad de darle a cada uno su derecho, lo debido. Es, por tanto, la virtud que pone orden en nuestras relaciones con los demás; en primer lugar con Dios y luego con el prójimo, es la que ordena no sólo al hombre en sí mismo sino que con relación a los demás. Dicho de modo más sencillo, es la capacidad de vivir en la verdad «con el prójimo». Es por ella por la que respetamos los derechos de los demás, lo que les es debido y es por ella también, que cumplimos nuestros propios deberes.

No vivimos solos en este mundo, el hombre es social por naturaleza y desde su nacimiento está en relación con otras personas que tienen también aspiraciones, necesidades que les deben ser saciadas y nosotros podemos cooperar con ellas. Por esto que lo que realmente persigue la acción de la justicia es que el hombre en su acción externa, se oriente hacia  la persona del otro; que no solo evite el perjudicarle sino que, ante todo, busque realizar el bien que le conviene a otro. De lo que se sigue que la acción justa pone en juego lo más entrañable del querer humano, porque trasciende la esfera personal y de lo meramente sensitivo para realizar el bien a los demás. La búsqueda del bien ajeno, propio de la justicia, refleja así, lo más íntimo del hombre hecho para la entrega de sí mismo a los demás. 

Entendiendo siempre que ese bien que debemos procurar al otro es un bien que le es debido, tanto por la naturaleza, como por la ley escrita. Si no le robamos al vecino, no es solo porque hay una ley que me dice que si le robo iré a la cárcel; sino porque entendemos que su bien supone poder disponer de aquellas cosas que le pertenecen en justicia y que son parte de su propiedad. Por eso es que no sólo no debemos robarle, sino procurar que no le roben, alertándolo si vemos al ladrón, ya que lo que verdadera y últimamente buscamos es realizar el bien que perfecciona al vecino, que en este caso es que tenga lo que le es debido. Ver al ladrón y dejar que actúe, evidentemente que no es robar, pero no supone asegurarle al otro el disfrute de sus propios bienes. 

No obstante lo anterior, el hombre debe ir más allá de la justicia. Puesto que aún, esforzándose en dar a cada uno lo que le corresponde, experimenta en lo más profundo de sí, que él recibe de otros, cosas que los otros no están obligados a dar. Y de ese modo la justicia se le hace insuficiente en la misma medida en que, como dice Joseph Pieper en su libro Las virtudes fundamentales, “aumenta la conciencia de ser un sujeto obligado ante Dios y ante los hombres. Y es ante esta realidad cuando el justo se ve capaz de estar dispuesto a dar aun lo que no se debe a nadie, a dar lo que ninguno podría forzarle a dar”. Este texto es maravilloso porque nos descubre que, en la misma medida en que nos reconocemos como deudores, como habiendo recibido algo que nadie estaba obligado a darnos, vamos ordenándonos hacia la gratitud primero, y luego hacia la imitación de esa liberalidad. Cuanto más reconozco el don recibido, más me lleva a agradecer, y más me impulsa a estar disponible para los demás, a través de la generosidad. Por eso que mientras que ser justo es dar a otro lo que es suyo, ser generoso, es dar a otro lo que es propio, no porque me sea debido legalmente, no porque haya un deber legal, sino porque hay un deber moral, que no es otra cosa que el reconocimiento de una norma no escrita, que está escrita en nuestro corazón y a la que nos adherimos con libertad. ¿Por qué muchas veces damos limosna, o ayudamos a alguien, por miedo a lo que va a pensar la gente? O más aún ¿por qué nos sentimos mal cuando no lo hacemos, o nos ponemos mil excusas para no serlo? Esto no es sino porque ayudar al que lo necesita es una inclinación de la naturaleza humana y no hacerlo contradice lo que somos y a lo que estamos inclinados. 

La generosidad, así entendida, se asemeja a la justicia en el hecho de que hay algo debido a otro, pero se distingue de ella, en tanto lo debido no es legal, sino moral. Nuestra naturaleza social y nuestra radical inclinación a darnos, a vivir para los demás, nos lleva a encontrar nuestra felicidad en hacer bien a los demás en quienes vemos que la justicia no se cumple plenamente. 

Pero la generosidad supone algo mucho más profundo que el mismo hecho de ayudar con liberalidad a otro que lo necesita. La generosidad es una virtud que tiene como finalidad moderar en la persona el amor y el deseo de riquezas y bienes materiales. Esta moderación es la que permite al hombre usar de las riquezas como conviene, esto es, acorde con las propias necesidades y con las necesidades de los demás. Sólo porque le doy a las riquezas el valor propio que tienen, es que puedo darlas con generosidad para paliar o aliviar el mal ajeno, puesto que si las valorara más de lo debido, no se verá razón para desprenderse de ellas. No hay ninguna coerción ni ninguna obligación que mande dar a los demás, pero la propia persona descubre la bondad que supone amar más a las personas que a las riquezas y usar estas como medio que manifieste ese amor. Por eso es que cuanto más amo las riquezas materiales y más las deseo para mí, menos persona me hago en cuanto hago de mí un avaro: mientras que cuanto más libre y generosamente me desprendo de esos bienes materiales, más y mejor persona me hago, en tanto, hago de mí un ser generoso. 

La medida de nuestra generosidad no estará, en estas fiestas y en nuestra vida, tanto en lo que demos, en lo que compremos, en lo que regalemos, sino en nuestra capacidad de moderar nuestra apetencia de estos bienes materiales, de modo que no sean ellos los que manden y dominen nuestras existencia, sino que siendo dueños de  nosotros mismos, nos dispongamos a usar de esos bienes para colmar o aliviar las necesidades (que no los caprichos), de aquellos que los necesitan. Sólo siendo capaces de moderar ese deseo de riquezas y bienes materiales nuestro espíritu quedará libre para entregarse al amor y a la compañía tanto de aquellos con quienes compartimos nuestra vida como con los que no.   

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