La Navidad pasada fue escenario de una radicalización del laicismo que Europa vive desde hace varios años. En Barcelona, por ejemplo, su alcaldesa, Ada Colau, llamó a celebrar el ‘solsticio de invierno’, privando a aquella fiesta de todo sentido religioso. Durante el solsticio de invierno, decía a través de la página web del ayuntamiento, “los días son más cortos que en ningún otro momento del año, pero es en este periodo cuando se empiezan a alargar. Con el solsticio, por lo tanto, celebramos el triunfo de la luz sobre la oscuridad, un momento que anuncia la primavera que llegará pronto”. Lo que se pretendía era “mostrar a los barceloneses y barcelonesas que hay maneras alternativas de vivir la Navidad de una manera diferente”. Esta “manera diferente” no es otra que una manera no religiosa. Lo confirmó luego con la puesta en una plaza céntrica de la ciudad de un pesebre gigante en el que no había ninguna referencia a los pastores, ni mulas, ni bueyes, ni reyes magos, ni la Sagrada Familia de Nazaret, salvo porque en una ventana de un edificio se veía una pareja con aspecto “hípster”, que tenía un niño en sus brazos.
En Madrid también hubo cambios. Su alcaldesa, Manuela Carmena, sustituyó dos Reyes Magos de la tradicional cabalgata, por dos “Reinas Magas”, debido a que según ella es necesario introducir el feminismo en una fiesta que está especialmente dominada por los hombres. De ese modo, despojando el carácter religioso de la celebración, se la utiliza como arma a favor de la ideología de género, de la que dicha edil es partidaria.
Estas y otras acciones de diversos alcaldes, van acentuando el rechazo al hecho religioso, ya que este es considerado no solo contrario a la sociedad política, sino a la propia condición humana. Pero, evidentemente, esto exige una reflexión seria que dé razón de la importancia de mantener ciertas tradiciones constitutivas de la sociedad cristiana. Por eso, es lícito preguntarse: ¿es el hecho religioso algo de lo que debe prescindirse en una sociedad democrática? ¿Es el hombre un ser religioso o solo es un aspecto propio de una cultura determinada que debe, en esta sociedad posmoderna, ir desapareciendo poco a poco? Intentemos responder estos interrogantes.
El hombre es un ser racional que se interroga, que se hace preguntas de diversa índole: preguntas cotidianas y superficiales, pero también, preguntas últimas y fundamentales. Esa capacidad de cuestionarse sobre temas últimos y de exigir una respuesta, revelan la ordenación de la naturaleza humana a lo religioso o trascendente. Como señala Luigi Giusanni: “El factor religioso representa la naturaleza de nuestro yo en cuanto se expresa en ciertas preguntas: ¿cuál es el significado último de la existencia? ¿Por qué existe el dolor, la muerte? ¿Por qué vale la pena vivir realmente?”. No se trata de la profesión de una determinada religión, no se trata de si se es creyente o no, sino que se trata de que por ser lo que somos, no podemos dejar de hacernos preguntas radicales sobre nuestra vida. Por eso, se puede afirmar que todo hombre es necesariamente religioso ya que, inevitablemente, tiene que situarse ante las cuestiones últimas y dar una respuesta.
La experiencia religiosa es una dimensión fundamental del hombre. Toda la historia de la antropología lo demuestra. Efectivamente, la religión ha sido el dinamismo inspirador de las grandes realizaciones del hombre: artes, arquitectura, pintura, poesía, canto, danza, teatro, códigos religiosos, escuela, universidad, etc. El autor francés Comte-Sponville, que abiertamente se declara ateo, confiesa que: “Estamos obligados a admitir que no conocemos ninguna gran civilización sin mitos, sin ritos, sin sacralidad, sin creencias en fuerzas invisibles o sobrenaturales y en suma, sin religión”. Mircea Eliade, un experto en historia de las religiones, pero además un experto que no es creyente sino más bien agnóstico, afirma con rotundidad esto mismo: “Lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia humana, no un estadio en la historia de la conciencia”. ¿Qué significa esto? Que lo religioso no es un momento, no es una etapa del desarrollo histórico del ser humano, sino un elemento de la estructura de la conciencia humana. Y concluye: “El hombre arreligioso en estado puro es un fenómeno más bien raro, incluso en la más desacralizada de las sociedades modernas. La mayoría de los sin religión se comportan todavía religiosamente, sin saberlo. No hablamos solamente de la masa de supersticiones o de los tabúes del hombre moderno, todos los cuales tienen una estructura y un origen mágico-religiosos. Sin embargo, el hombre moderno que se siente y se pretende irreligioso dispone todavía de toda una mitología camuflada y de numerosos ritualismos degradados”. La religiosidad, por tanto, es un dato de funcionamiento del hombre, es decir, el hombre funciona así, esté donde esté, en cualquier época, en cualquier cultura. Dicho más claramente: la religiosidad no es un elemento creado por una cultura, sino que pertenece al ser mismo del hombre, de todo hombre. Y lo más curioso: no puede no funcionar así. De manera que en el caso de que niegue a Dios, necesariamente lo reemplazará por otra divinidad, puesto que el deseo de infinito está inscrito en la misma naturaleza humana.
La misma universalidad del fenómeno religioso se fundamenta precisamente en esta suerte de necesidad que tiene el corazón del hombre. Karl Jaspers lo expresaba de la siguiente manera: “Queriendo o sin querer el hombre busca el absoluto”. Y continúa: “Si suprimo algo que es absoluto para mí, automáticamente otro absoluto ocupa su puesto”. Suele hablarse de un deseo natural por parte del hombre hacia Dios. Dicho deseo no es otra cosa que la inclinación de la voluntad hacia el Bien. El hombre, dice Tomás de Aquino, “posee una aptitud natural para conocer y amar a Dios, aptitud que consiste en la naturaleza de la mente, y es común a todos los hombres”. De allí que las respuestas religiosas sobre la existencia de Dios es unánime en todas las distintas tradiciones culturales y en todas las épocas de la historia, aunque la respuesta acerca de la naturaleza de Dios sea diversa en muchas de ellas, hasta el punto de que en algunas la imagen aparece completamente deformada, al punto que en ella es más fácil reconocer la huella del hombre que la de Dios.
Pero, por más que Dios sea una realidad trascendente, inabarcable para la finita inteligencia humana, lo cierto es que desde el principio el hombre ha sentido la necesidad de entrar en contacto con Él, con esa Realidad trascendente, que la naturaleza de alguna manera le revela y que la propia conciencia presiente. Y allí, en ese deseo del corazón humano de unirse con Dios, de volver a ligarse con su Creador, de intentar responder a todas esas preguntas que le aparecen como sin respuesta, se fundamenta el fenómeno religioso. Las religiones naturales son una manifestación del deseo natural que posee el hombre de Dios. Como señala Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est: “No son un producto aberrante de la razón pre-científica, fenómenos marginales, más o menos irrelevantes o pintorescos…Al contrario, en las religiones se expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño para el mismo hombre; su apertura natural a Dios”.
Por eso es necesario tener cuidado con pensar, como es habitual en algunos hombres de nuestros días, que el hombre se inventa a Dios y a la religión para lograr cierta tranquilidad, pero que en el fondo es un engaño para justificar sus dolores, sufrimientos, males y, en definitiva, la propia muerte. Un ejemplo de esto es André Compte-Sponville, ya citado, quien afirma: “Quizás es que necesitan un Dios para consolarse, para tranquilizarse, para escapar del absurdo y de la desesperación”. Pero la realidad es muy diversa. El hombre no se engaña a sí mismo, sino que entra verdaderamente en una relación real con un Ser también real y sumamente importante: Aquel que es Dueño del mundo y de su destino. Y es que el hombre no puede comprenderse a sí mismo de modo total, de modo pleno, si prescinde de Dios. “Nos hiciste señor para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti”.
Ciertamente que el autor de la religión natural es el hombre, que entrevé su existencia y le rinde culto. Pero, sólo lo hace en respuesta a un deseo e inclinación natural, propia de su naturaleza, de reconocer a su Creador, rendirle culto y responder a las preguntas más fundamentales sobre el mismo Dios, el hombre y el mundo. De allí que podamos distinguir como propio de cualquier religión: una doctrina sobre el origen y el destino del hombre, una moralidad y formas de relacionarse con la divinidad, individual y socialmente, esto es, poseer un culto y oración.
No inventa el hombre una religión para consolarse y tranquilizarse, sino para relacionarse con Dios. Sin dudas que esas religiones estarán llenas de insuficiencias y errores, pero manifiestan aquella ordenación del hombre a Dios. Sin duda que dichas religiones están llenas de ambigüedades, pero eso es porque solo Dios habla bien de Dios, para decirlo con Pascal. ¿Qué significa eso? Que solo la Revelación rompe el hermetismo del mundo y ofrece la posibilidad de superar todas esas ambigüedades (Romano Guardini). Sólo Él puede decirnos quién es, que quiere de nosotros, como quiere que le adoremos, etc… “Quiso Dios en su Bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo Encarnado, tienen acceso al Padre en Espíritu Santo y se hacen partícipes de la naturaleza divina”. A diferencia de las religiones naturales que suponen una búsqueda de Dios realizada con el esfuerzo y el deseo del hombre, la religión Revelada, es una búsqueda que Dios mismo hace del hombre para darle a conocer su corazón. Frente a ella, frente al hecho de la Revelación lo que cabe al hombre es la obediencia de la Fe.
Pero más allá de esta Revelación de Dios, lo que nos interesa destacar ahora es que la religiosidad es el comportamiento humano más adecuado ante la trascendencia, puesto que significa relacionarse con ella. Por eso es considerada generalmente como una de las cosas más serias de la vida de la que sólo una exigua minoría se atreve a prescindir enteramente. La consideración radical de la religión se eleva a lo más hondo e interior de la persona, es allí donde encontramos a Dios como interlocutor de nuestras más profundas aspiraciones. De allí que desterrarla de la vida social como si se tratarse de algo superfluo, artificial e irrelevante, solo puede producir grandes males que son expresados magníficamente por Henri de Lubac cuando señala que “no es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre“.