Roma

Roma, Vida Cotidiana

Colorida y multiétnica, pero también sucia y peligrosa. La Roma de dos mil años atrás era muy distinta a como nos la imaginamos.

Poblada como Calcuta. Multirracial como Nueva York. Lujosa como París. Rica como Tokio. Monumental como sí misma. La Roma de los primeros siglos después de Cristo (antes de la crisis y del traslado de la corte imperial) era una ciudad de mil caras: frenética y tranquila, austera y tolerante, noble y corrupta, sobria y lujosa. Poblada por casi un millón y medio de habitantes (no solo Romanos, sino que también Galos, Iberos, Africanos, Griegos, Sirios, Egipcios, Hebreos, Cilicios, Tracios, Sármatas, Germanos, Etíopes…etc.), vivía los mismos contrastes de una moderna megalópolis; los monumentos públicos y las grandes casas de los más adinerados, surgían en medio de un mar de pequeñas casuchas precarias, erigidas sin ninguna base ni criterio urbanístico preciso, las cuales se asomaban a calles angostas y malolientes, dinámicas y ruidosas de día pero semidesiertas y peligrosas de noche.

Corazón palpitante. La más verdadera expresión de vida en la Urbe, de su riqueza y de su exhuberancia, eran los espacios públicos: los foros y los templos. Las grandiosas plazas que surgían en el centro de la ciudad (fora) eran no sólo la sede del gobierno y de la justicia, sino que también los lugares en donde se cerraban los negocios, se adquirían mercancías y géneros alimenticios, se encontraban amigos, se discutía, se participaba en ceremonias y manifestaciones. Al lado de las plazas surgían las basílicas, imponentes edificios con decenas de ambientes en donde se realizaban comicios, lecturas, juicios, pero también en donde encontraban resguardo miles de vagos. Y después los templos, desde los cuales las divinidades paganas dominaban y tutelaban a aquella, que en sus tiempos, era la metrópolis más poblada de la tierra.

¿Pero qué aspecto tenía la gente que animaba las calles de Roma? La respuesta nos viene dada por una ciudad en los faldeos del Vesubio, Pompeya, sepultada con casi todos sus 20 mil habitantes en la erupción del 79 d.C. De los análisis realizados en los frescos y en los restos de las personas fallecidas en la catástrofe, sabemos que los hombres tenían una altura promedio de 1,66 metros, y las mujeres de 1,54. Los primeros pesaban alrededor de 65 kg., y las segundas alrededor de 49, resultado de una dieta principalmente vegetariana. La edad promedio era de apenas 40 años. También por esta razón se casaban tan jóvenes, a los 13-14 años. Cada pareja tenía por lo general dos o tres hijos y un anciano por mantener. Sólo los niños llevaban el pelo largo, pero tampoco la calvicie era bien vista. La barba estaba permitida sólo a los filósofos, hasta que el emperador Adriano la convirtió en una moda. Las mujeres hacían un amplio uso de cosméticos, bases (hechas con carbonato de plomo, una sustancia tóxica), lápiz labiales (de yeso rojo o algas purpúreas), sombras (polvos de malaquita) y perfumes. Se usaban mucho también los cabellos postizos de color rubio, adquiridos a las poblaciones del norte.

Aquella de Roma, era una sociedad multiétnica, con una fuerte presencia de extraeuropeos y mestizos. El componente etrusco variaba desde un 40% en las localidades de la Italia central, a un 10% en el sur de Italia. Pero habían también Sanitas, Griegos, Caucásicos e inclusive personas que provenían de la África negra. Una ciudad, por lo tanto, meta de miles de viajeros e inmigrantes, mistificada por muchas poblaciones del imperio en donde el concepto de raza era prácticamente desconocido. Y por esto, tuvo que pagar un precio no indiferente. Juvenal en una sátira, describe a Roma como un desproporcionado mercaducho regional, donde era casi imposible vivir: escribe, “la ola de gente que me está por delante me obstaculiza, aquella que se encuentra por atrás, me presiona por las espaldas como una falange cerrada” continúa el poeta “por acá uno me da un codazo, por allá me pega duramente una lettiga al pasar, otro me pega con una viga…”

Problemas de alojamiento:
La siempre mayor afluencia de personas y el espacio que se reducía progresivamente, obligaban a los últimos que llegaban a contentarse con habitaciones constituidas por una sola gran pieza, iluminadas solo por la luz que entraba por la puerta o al máximo por alguna ventanilla. Para hacerle frente a la sobrepoblación se recurrió a una solución que muchos comentaristas de la época juzgaron como peor que el mal: las insulae, precursoras de los modernos condominios, pero en realidad inestables edificios de cuatro o cinco pisos muchos de ellos habitados por cientos de pobres y esclavos.

En el primer piso (planta baja), estaban las bodegas con un entrepiso piso para el alojamiento de los mercaderes; arriba, los departamentos de 2 o 3 locales. No obstante estaban privados de cualquier confort, calurosos en el verano y fríos en el invierno, algunos eran muy caros y arrendarlos no estaba al alcance de todos. El poeta Marcial afirmaba con sarcasmo que los inquilinos podían casi darse la mano de un edificio a otro. Fruto de las especulaciones de las clases acomodadas, las insulae eran construidas preferentemente en madera y bien a menudo, eran devoradas por las llamas, al igual que sus ocupantes.

Y después, el ruido, ensordecedor. Séneca, que vivía encima de una estructura termal, así se lamentaba: “Me rodea un ruido, un gritar constante en todos los tonos que te hace desear ser sordo. Siento el jadear de aquellos que se ejercitan afanosamente con los pesos de plomo…Cuando después llega uno de esos que no saben jugar a la pelota sin gritar, y comienza a contar los puntos hechos en alta voz, entonces se acabó. Está el vendedor de bebidas, el salchichero, el pastelero y todos los diferentes vendedores que andan ofreciendo sus mercancías con una especial y única modulación de voz”. Y en las noches las cosas no mejoraban: a los carros y otros medios que abastecían a Roma, les estaba prohibido circular de día (con raras excepciones) para no hacer más caótica la situación. Así, al atardecer y llegar la oscuridad, la ciudad, casi totalmente carente de iluminación, se llenaba de carros y carritos. Comenta Marcial: “En Roma, la mayor parte de los enfermos muere de insomnio, porque ¿cuál casa en arriendo te permite dormir?”.

También realizar un simple paseo era toda una empresa: pocas veredas, calles angostas, y además, varias veces obstruidas, en una época en que el único sistema para deshacerse de la basura era tirándola por la ventana. Las calles (vías) tenían un andar irregular y no poseían generalmente nombres. Tampoco las casas eran numeradas. Para los forasteros era casi inevitable confiarse en la “guía” de un habitante del lugar. Con todos los riesgos del caso. Los barrios más peligrosos eran obviamente aquellos populares, como el Esquilino, el Viminale o peor, la Suburra: aquí se encontraban los antros y locales de peor reputación, refugio de prostitutas, ladrones y cualquier tipo de delincuente. Después del atardecer, caminar en la ciudad era un reto al destino: los delitos eran muy frecuentes y quien estaba obligado a poner un pie fuera de su casa lo hacia acompañado de esclavos armados y con antorchas. Pero de todas formas, alrededor de un cuarto de la población de la Urbe se adaptaba a dormir bajo los puentes o los arcos de los grandiosos edificios, o sino, en improvisadas construcciones. La iluminación pública apareció sólo en el 450 d.C. Antes, las calles eran totalmente oscuras y las casas iluminadas por linternas o antorchas.

Por cientos de miles de personas en condiciones precarias, habían otras que ostentaban riqueza y poder. Magistrados, jefes militares, políticos, banqueros y negociantes vivían lejos del centro, en zonas como el Quirinale, el Pincio, el Oppio o el Aventino, en villas de un sólo piso, rodeadas de jardines extraordinarios, con piscinas, termas, columnatas, porticados forrados en mármol. La planta de estos edificios era más o menos la misma: una primera zona –donde estaban expuestos los retratos de los antepasados y surgía el tabernáculo de los dioses protectores de la casa- incluía el atrium (una sala de entrada con una abertura en el techo para hacer entrar luz y agua) y el tablinum (donde estaba el archivo, la biblioteca y se recibía a las visitas); la segunda zona se desarrollaba alrededor a un patio porticado con jardín central (peristylium) por donde se iba a las habitaciones y al triclinium, el comedor.

¿Y el trabajo? En la época era aún un concepto indefinido. Sin duda no era un recurso para vivir. No al menos para todos. El cansancio, el trabajo arduo eran sólo de los esclavos y de las clases pobres, mientras los romanos más acomodados (pero no sólo ellos) alternaban la actividad pública de la mañana con el llamado otium, el tiempo dedicado a los juegos, a los circos, al relajo. Inclusive ser parte del ejército, para los ciudadanos de la edad imperial, se había convertido en algo inaceptable. En la antigua Roma, la privacidad no existía. Los hechos íntimos eran expuestos en la plaza sin vergüenza y comentados, como advertencia o ejemplo.

Baños Romanos:
Uno de los principales lugares de encuentro y placer eran los baños y las termas, construidas con las ganancias de las conquistas: habían más o menos 867 extendidas en el perímetro urbano. Su notoriedad creció rápidamente hasta convertirse casi en un símbolo de la metrópolis y de su filosofía de vida: el baño precedía el banquete posmeridiano, se paseaba en los jardines que había en los alrededores de las tinas y piscinas y se cerraban negocios. Para hacer funcionar estos establecimientos se necesitaba mucha agua, once acueductos abastecían a Roma más de cuanta puedan disponer hoy en día la muchas ciudades en el orbe.

Pero sólo pocos privados, más o menos dos mil, podían gozar del agua corriente en las casas. El resto de la población recurría a las numerosas fuentes, al Tíber o se conectaban abusivamente a los conductos públicos. De hecho, algo similar, a lo que pasa hoy en día en muchas zonas del mundo. Baños calientes y fríos, masajes, sauna. Ir a las termas era la actividad más agradable y deseada. Durante la república los romanos aprendieron de los griegos la costumbre de incorporar en las casas, para quien pudiera permitírselo, una habitación para el baño. Y se apasionaron de tal manera que terminaron por construir, solo en Roma, once grandes complejos termales públicos (gratuitos) y 856 establecimientos balnearios privados (para entrar se pagaba un cuarto de As, los niños entraban gratis).

En los enormes establecimientos termales, se podía acceder a distintos tipos de tratamiento, desde la transpiración en seco, a los masajes, al baño verdadero, frío o caliente, en grandes piscinas o en tinas individuales. Hornos subterráneos calentaban el agua e introducían aire caliente en los respectivos espacios existentes entre las murallas externas y aquellas internas. Con Domiziano y Trajano ningún impedimento prohibió más a las mujeres de bañarse con los hombres; a quien no le agradase tal promiscuidad, podía dirigirse a los establecimientos reservados sólo para las mujeres. En realidad, también en algunas termas públicas se obtenía la separación de los ambientes comunes, asignando horas distintas a los baños masculinos y a los femeninos.

Trajano (emperador desde el 98 al 117) ha legado con su propio nombre también a una de las termas más grandiosas de Roma. Construidas en el Esquilino, en el 109 d.C., las termas de Trajano ocupaban un área de alrededor 10 hectáreas. Fueron las primeras orientadas en modo de aprovechar por todo el transcurso de la jornada la luz y el calor del sol. Hoy día, quedan algunos restos en el parque del cerro Oppio. Entre todas las calamidades que Roma tuvo que combatir, el fuego fue sin duda, una de las más insidiosas. Una mínima distracción o desatención en la manutención del fuego doméstico (focolare domesticus) podía de hecho iniciar incendios colosales, alimentados por la madera de la cual estaban hechas las habitaciones populares. Por esto, en el 6 d.C., se instauró la milicia de los vigiles, un cuerpo de 7 mil hombres (divididos en 7 cohortes) comandadas por un praefectus vigilum.

A los “vigili”, que vivían en cuarteles especiales, les correspondía apagar los incendios pero también prevenirlos: por esto terminaron también teniendo tareas más amplias como de policía, especialmente para la seguridad nocturna. Según una ley emanada por el emperador Tiberio, al cuerpo de los vigiles podían acceder también los libertos, los cuales después de 6 años de servicio recibían la ciudadanía romana. El operar de los vigili, dotados de bombas, escaleras, aparejos y cuerdas, cubiertas con reservas de vinagre, orina y arena, se revelaban particularmente eficaces, también gracias a la abundancia de agua en Roma. 

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